sábado, 3 de enero de 2009

El ojo público

"La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es capaz de ser." (Hesiodo)

Leo en el blog salmón, una de mis confesadas fuentes de información, que según datos aportados por Eurostat, la agencia de estadísticas de la Unión Europea, España se sitúa a la cola de los países europeos en gasto en educación per cápita. La media europea en esta partida de gastos se sitúa en torno al 5%, mientras que en nuestro país la razón se salda ligeramente por encima del 4% lo que nos coloca en el puesto vigésimo primero. Dime en qué gastas y te diré cómo eres.

No me cuento entre las que otorgan a los datos la categoría de valores absolutos. No es lícito llegar a conclusiones generales a partir de relaciones por cociente que requerirían para su adecuada comprensión de la consideración de otros factores. Pero tampoco creo que haya que pasar por alto su carácter de síntoma: la importancia que se otorga al bien en cuestión.

He hablado en este foro de lo que en economía se denominan externalidades: efectos colaterales que se derivan de la producción o provisión de determinados bienes. La educación suele presentarse como ejemplo paradigmático de bien que reporta un beneficio marginal social mayor que el beneficio marginal privado. Y es precisamente este carácter el que justifica que el Estado se encargue de su provisión. La educación, en este sentido, deviene un bien público.

Algunos lectores se preguntarán qué es exactamente un bien público, más allá de la tautológica explicación de aquellos que son provistos por el sector público. Tal vez se entienda mejor el concepto si se compara con el de ‘bien privado’. En primera instancia, un bien privado es aquel que se caracteriza por que su consumo es exclusivo, i.e., el propietario o usuario puede impedir sin elevar la cuantía de los costes que otras personas se beneficien del bien. En segunda instancia, se dice que su consumo es rival, en la medida en que una unidad del bien consumido no puede ser consumida o disfrutada después o a la vez por otros agentes.

Por el contrario, tal y como en su día sugirió el economista Samuelson, los bienes públicos se caracterizan por su no exclusividad y no rivalidad. Se consideran no exclusivos porque su disfrute, una vez producido el bien, está al alcance de todos, independientemente de quién haya contribuido a su distribución. Por ejemplo, la iluminación navideña. La no rivalidad se consigue cuando una unidad del bien en cuestión puede ser consumida por un individuo sin menguar por ello las oportunidades de consumo de otros agentes. La educación, entendida como bien público, sería un buen ejemplo, al igual que la defensa nacional o, en última instancia, el disfrute de la contemplación de un paisaje. A los bienes públicos que cumplen ambas condiciones se les denomina bienes públicos puros. Los que cumplen sólo parcialmente uno o ambos criterios definidores, reciben el nombre de bienes públicos impuros. La educación suele considerarse como perteneciente a este último grupo.

Hay un interesante debate en torno a la posibilidad de considerar la educación como bien público global. Por ‘bien público global’ se entendería aquel bien que además de satisfacer los criterios de no rivalidad y no exclusividad (o hacerlo parcialmente), cumpliría dos condiciones añadidas: la capacidad de extender geográficamente sus externalidades, esto es, bienes accesibles a otros países y la solidaridad intergeneracional (intertemporalidad). Esto es, aquellos bienes que pueden trascender determinadas condiciones espacio-temporales. Como no podía faltar, recomiendo a quienes deseen profundizar en la cuestión pinchar
aquí (nuevamente en francés).

Es fácil incurrir en un discurso algo demagógico cuando se habla de gasto público. La capacidad de gasto no es ilimitada. No hay que perder de vista la idea de que la economía es la ciencia que trata de la asignación de los recursos escasos. Y la escasez comporta elección. No se puede destinar todo lo que se quisiera a determinadas partidas, sin renunciar necesariamente a otras. La esperanza es que los bienes elegidos estén a la altura de aquellos a los que se renuncia. Sinceramente, no creo que sea el caso.

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