lunes, 29 de diciembre de 2008

Una historia de violencia

"La violencia es el último recurso del incompetente" (Isaac Asimov)

Escuchando las terribles noticias y contemplando las imágenes que, por obra y gracia de la tecnología, vienen de la
franja de Gaza, no queda menos que pensar que nuestras preocupaciones cotidianas y nimias resultan casi obscenas. A pesar de que la hiperinflación de imágenes violentas haya conseguido dotarlas de una suerte de existencia rayana en lo ficticio. Habitantes de un tercer mundo popperiano que no acaba de parecernos real, pero que a nuestro pesar tampoco podemos considerar ficción. Todos los días muere gente, asegurarán algunos, y siempre se puede encontrar un país en guerra o niños que agonizan por la falta de alimentos –la silenciada crisis alimentaria- y la vida continúa. Nada que objetar. Es rigurosamente cierto, pero que se produzcan, se toleren y se oculten estos hechos no implica que no se denuncien otras iniquidades. O que pueden ser consideradas males absolutos, sin justificaciones relativistas que se refugian en la supuesta legítima defensa. Sin tampoco enarbolar un antisemitismo que no es mi bandera y que categoriza las muertes. Hasta aquí llega el homo clasificator. Por eso, no quiero olvidar a todos los que este fin de semana han caído ni a todos aquellos de cuya muerte no tenemos noticia.

En otra ocasión hablaré de la ONU y de otros organismos internacionales. Hoy prometí continuar con la cuestión ayer suscitada: la intervención del Estado justificada por los fallos de mercado. Pero antes de hacerlo quiero recordar las condiciones de eficiencia en el mercado de competencia perfecta. Aviso para navegantes: la explicación va a pecar de técnica. Exige, por tanto, un esfuerzo.


La primera de ellas es que el BMg = P. Los consumidores demandarán un bien hasta que su beneficio marginal privado (BMg) se iguale a su coste marginal, el precio (P) del producto. Si esta condición se incumple, quiere decir que alguno de los compradores individuales ostenta algún tipo de influencia sobre el precio: es decir, no son precio-aceptantes, como se les llama técnicamente, sino que logran reducir el precio por debajo del nivel competitivo y de esa forma, obtener beneficios extraordinarios.

La segunda condición es que el coste marginal sea igual al precio. Este requisito que los productores aumentarán su producción hasta que su beneficio marginal privado, el precio (P) del producto, se iguale con su coste marginal (CMg). Si se incumple esta condición y el precio es mayor que el coste marginal, puede asegurarse que algunos vendedores individuales tienen influencia sobre el precio, esto es, tampoco son precio-aceptantes, sino que el precio que determinan está por encima del competitivo, y, de esa forma, obtienen beneficios extraordinarios.

La capacidad individual de influir sobre el precio es lo que se denomina poder de mercado. Cuando estas situaciones reducen el bienestar social deben corregirse a través de una adecuada política de defensa de la competencia y de regulación de las empresas privadas.

Pero el auténtico problema reside en que se incumplan las condiciones para que una economía compuesta de mercados perfectamente competitivos asegure el máximo bienestar de la sociedad. Para lo cual han de cumplirse dos condiciones. La primera de ellas que el beneficio marginal social sea igual al beneficio marginal privado. En el caso de que el beneficio marginal social sea mayor que el beneficio marginal privado, la compra individual de un bien beneficia a terceros que no soportan el coste marginal del bien. Es interesante este caso, porque en esta situación se estarían produciendo lo que en economía se llaman externalidades positivas. Efectos colaterales beneficios para la sociedad. Lo cual justificaría que el sector público proveyese de esos bienes, puesto que se están produciendo en menor cantidad de la idónea socialmente.
La segunda condición es que el coste marginal social sea igual al coste marginal privado. Si el primero fuese mayor que el segundo, implicaría que el productor no está asumiendo todos los costes de producción, sino que, más bien, los está trasladando al conjunto de la sociedad. En economía se habla de externalidades negativas. Un ejemplo bastante habitual suele ser el caso de una empresa que vierte sus residuos al río, en lugar de cubrir los costes de depuración.

El punto de equilies aquel en el que CMg = BMg. Si se consumiese y produjese una cantidad menor (Q2) o mayor (Q2’) se incurriría en un excedente del consumidor y del productor, por un lado, y en una pérdida directa del consumidor y del productor por otro, respectivamente.


Esta sencilla explicación me lleva a enunciar el primer teorema de la economía del bienestar: todo equilibrio competitivo constituye un óptimo de
Pareto, nombre otorgado en honor al sociólogo del siglo XIX. Una asignación de recursos se considera un óptimo de Pareto o Pareto-óptima cuando no es posible mejorar el bienestar de ningún individuo sin perjudicar al menos a otro. Se dice que una situación A domina (Pareto-domina) o es superior (Pareto-superior) a otra B cuando al pasar de la segunda a la primera al menos un individuo mejora su bienestar y no se reduce el de nadie. Siendo B Pareto-inferior, dominada (Pareto-dominada) o subóptimo. Para ello la información de todos debe ser perfecta.

El problema justamente reside ahí. La información es imperfecta: existe incertidumbre que hace que los equilibrios resultantes sean ineficientes. Pero, aún en el caso irreal de que la información disponible fuese la misma para todos los agentes, quedarían por resolver el problema de la distribución de la renta (equidad) y la estabilidad de precios.

En resumen: hay tres razones que justifican la intervención del estado en la actividad económica: la presencia de información imperfecta, la desigual distribución de la renta y el logro de la estabilidad de los precios.

Entrada ardua la de hoy. En cualquier caso, no tanto como la realidad.

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