"Es difícil determinar cuándo acaba una generación y comienza otra. Diríamos más o menos que es a las nueve de la noche." Ramón Gómez de la Serna
El ser humano es un animal clasificador. Más allá de definiciones, con más pedigrí que ésta, que lo conciben como animal racional, animal político o animal social. La tendencia a clasificar la realidad, a encajarla en unos moldes prefabricados es casi universal. Por eso, cuando en una conversación afirmo que entre mis temas de interés se encuentra el medioambiente, me veo obligada a aclarar que no soy ‘ecologista’. Ni lo dejo de ser. Como tampoco considero que defender la igualdad de derechos entre hombres y mujeres convierte inmediatamente a nadie en feminista. Por otro lado, el universo de referencias que se ajustan a las etiquetas es tan grande que, probablemente, atribuir a alguien la condición de ‘ecologista’, ‘feminista’ o ‘progresista’ sea semejante a no decir nada.
No quiero tampoco ser malinterpretada. No estoy asegurando que reniegue de determinadas tesis que determinadas interpretaciones y concepciones del feminismo, ecologismo -y todos los –ismos que se quiera añadir- mantienen. Lo que defiendo es la vacuidad de una serie de adjetivos que, en mi opinión, han muerto de éxito.
Uno de ellos es precisamente el que voy a analizar hoy. Lo traigo a este foro, porque uno de los objetivos macroeconómicos básicos de todo gobernante es el desarrollo de su país. Y al análisis del concepto dediqué una entrada anterior. Hoy quiero, sin embargo, centrarme en el concepto de ‘desarrollo sostenible’ traducción de sustainable development. Un sintagma que ha sido utilizado hasta la extenuación en distintos foros y que cuenta con el aplauso mayoritario del público en general. Una expresión particularmente exitosa. El problema, como siempre, estriba en clarificar si todo el mundo entiende lo mismo por ‘desarrollo sostenible’.
Haré un poco de historia. El concepto empieza a pergeñarse en los años 70, cuando el mundo comienza a ser consciente de que la despensa global, el planeta Tierra, está comenzando a vaciarse. Las crisis del petróleo de los 70 y los primeros informes que hablan de contaminación ambiental, crean un clima de opinión al que no es indiferente la ONU. En 1983, este organismo internacional crea la Comisión Brundtland (en honor a Gro Brundtland, a la sazón primera ministra noruega) sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. La novedad radica, precisamente, en la conjunción de ambos términos, que, tradicionalmente se habían considerado independientes. La finalidad de dicha comisión fue la elaboración de un “programa global para el cambio”. En 1987, se publicó Nuestro Futuro Común, un informe apenas leído, en el que se acuñaó el concepto de desarrollo sostenible definido como “el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. En el fondo, lo que se sugería de forma implícita es que el modelo habido hasta el momento era insostenible.
¿Dónde radica el secreto de su éxito? A mi modo de ver, en su nada disimulada ambigüedad. El término ‘desarrollo sostenible’ ostenta la categoría de supraconcepto integrador que aúna distintas dimensiones del desarrollo: que tienen que ver con el entorno económico, social y ecológico. Es indudable que ‘lo sostenible’ vende. Oímos hablar, v.g., de ‘ciudades sostenibles’, ‘producción sostenible’, ‘explotación sostenible’. El verdadero problema es entender qué sea lo sostenible: término ambiguo y vacío cuya mayor virtualidad radica en su potencial retórico. Algo semejante a lo que le ocurrió al adjetivo ‘ecológico’. Ahora bien, lo que no se precisa es que se entiende por ‘desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente’. ¿Qué necesidades? ¿Existe un conjunto claramente delimitado que quepa ser atribuido a la generación actual? ¿Son comparables incluso las necesidades de un niño de Manhattan que el de uno de Etiopía? Por otro lado, tampoco se informa cómo se puede llevar a efecto el programa del desarrollo sostenible. Pero,no importa, porque su efecto lenitivo es indudable: "si somos mínimamente cuidadosos (????) podremos seguir con nuestro modo de vida y nada pasará, nuestro bienestar no se resentirá".
¿Puede remediarse esta calculada ambigüedad? Mi impresión es que su banalización es parte de su encanto, porque es precisamente este carácter lo que causa que la casi total aquiescencia. Se trata de una cuestión de hermenéutica. El propio sintagma exhala un cierto aroma a contraditio in terminis. Lo que se desarrolla no se puede mantener. Obviamente estoy entendiendo el término sostenible como sinónimo de mantenible. Pero juega con los dos extremos: de tal forma que, desde la óptica política, puede ser aceptado por izquierdas, derechas y centros. Reconoce y asume que hay algo que no funciona como debería, pero sugiere que puede solucionarse con más de lo mismo. En última instancia, no cuestiona los valores sobre los que se asienta el modelo de desarrollo.
No quiero callar otras voces. El profesor Naredo, en este interesante artículo, apunta posibles contenidos para este término. Es otra posibilidad.
Sólo pretendía sembrar la duda. El homo clasificator se encuentra cómodo en sus lindes. Viajar abre la mente. O eso dicen.
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