O Freunde, nicht diese Töne!
Sondern laßt uns angenehmere anstimmen,
und freudenvollere.
Freude, schöner Götterfunken
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.
Wem der große Wurf gelungen,
Eines Freundes Freund zu sein,
Wer ein holdes Weib errungen,
Mische seinen Jubel ein!
Ja, wer auch nur eine Seele
Sein nennt auf dem Erdenrund!
Und wer´s nie gekonnt,
der stehle Weinend
sich aus diesem Bund!
Heute trinken alle Wesen
An den Brüsten der Natur,
Alle Guten, alle Bösen
Folgen ihrer Rosenspur.
Küsse gab sie uns und Reben,
Einen Freund, geprüft im Tod.
Wollust ward dem Wurm gegeben,
Und der Cherub steht vor Gott.
Froh, wie seine Sonnen fliegen
Durch des Himmels prächtgen Plan,
Laufet, Brüder, eure Bahn,
Freudig wie ein Held zum Siegen.
Seid umschlungen, Millionen!
Diesen Kuss der ganzen Welt!
Brüder - überm Sternenzelt
Muss ein lieber Vater wohnen.
Ihr stürzt nieder, Millionen?
Ahnest du den Schöpfer, Welt?
Such ihn überm Sternenzelt,
Über Sternen muss er wohnen.
¡Oh amigos, dejemos esos tonos!
¡Entonemos cantos más agradables y llenos de alegría!
¡Alegría, hermoso destello de los dioses,
hija del Elíseo!
¡Ebrios de entusiasmo entramos,
diosa celestial, en tu santuario!
Tu hechizo une de nuevo
lo que la acerba costumbre había separado;
todos los hombres llegarán a ser hermanos
allí donde tu suave ala se posa.
Aquel a que la suerte ha concedido
una amistad verdadera.
quien haya conquistado a una hermosa mujer
¡una su júbilo al nuestro!
Aún aquel que pueda llamar suya
siquiera a un alma sobre la tierra.
Más quien ni siquiera esto haya logrado,
¡que se aleje llorando de esta hermandad!
Todos beben de alegría
en el seno de la Naturaleza.
Los buenos, los malos,
siguen su camino de rosas.
Nos dio besos, vino
y un amigo fiel hasta la muerte;
Voluptuosidad le fue concedida al gusano
y al querubín la contemplación de Dios.
Gozosos como vuelan sus soles
a través del formidable espacio celeste,
recorred así, hermanos, vuestro camino
gozosos como el héroe hacia la victoria.
¡Abrazaos millones de criaturas!
¡Qué un beso una al mundo entero!
Hermanos, sobre la bóveda estrellada
Debe habitar un Padre amoroso.
¿Os postráis, millones de criaturas?
¿No presientes, oh mundo, a tu Creador?
Búscalo más arriba de la bóveda celeste¡
Sobre las estrellas ha de habitar!
(Adaptación de la "Oda a la alegría" de F. Schiller, extraído de wikipedia)
No se me ocurre mejor forma para concluir un año agridulce, adjetivo que suele sentarles muy bien a los de su especie, y para transmitir mis mejores deseos para el año 2009 que animarles a que escuchen la Novena Sinfonía de Beethoven. Piezas como la que tuve la oportunidad de escuchar ayer consiguen que una se reconcilie parcialmente con la humanidad. Lástima que siempre haya grupos que se obstinen en romper con sus voces discordes la armonía universal que la Novena Sinfonía de Beethoven predica en su último movimiento. Fantástico el concierto que la Orquesta Sinfónica de Madrid y el Orfeón Pamplonés ofrecieron en el Auditorio Nacional. Soberbio Frühbeck de Burgos que, con la única ayuda de su batuta, sin atril ni partitura, fue capaz de dirigir la Novena de Beethoven de una manera sencillamente perfecta. Encajando una a una y simultáneamente todas las piezas y logrando una armónica, solidaria y poderosa visión de conjunto. Apabullante e hinoptizante a partes iguales.
Lástima que al volver a Pamplona se haya roto el encanto. Pero las noticias económicas y políticas (que pasaré por alto, no merece la pena) no dan tregua al optimismo, ni a la posibilidad de habitar en nubes estéticas, y,no precisamente porque el panorama se presente despejado. Al volver a casa y abrir el ordenador, craso error, me he encontrado con que el Ibex-35 cierra el año con una caída del 40%: lo que constituye su mayor caída histórica.
No me voy a extender demasiado en la entrada de hoy. No quiero ser el heraldo de malos augurios. Simplemente quiero explicar a mis alumnos que el IBEX-35 es un acrónimo, otro más, de Iberia Index. En su día expliqué qué era un índice bursátil. Pues bien, el IBEX-35 constituye el principal índice de referencia de la bolsa española elaborado por Bolsas y Mercados Españoles. Está formado por las 35 empresas más líquidas que cotizan en el Sistema Interconexión Bursátil Electrónico (SIBE) en las cuatro Bolsas Españolas (Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia). Es un índice ponderado por capitalización bursátil, lo cual significa que, que no todas las empresas que lo forman tienen el mismo peso.
¿Cómo se decide qué empresas componen el IBEX35? ¿Pueden los valores de una empresa dejar de ser considerados en el cálculo del índice? La respuesta a la segunda pregunta es afirmativa. La entrada o salida de valores en su composición es revisada por grupo de expertos que constituyen el Comité Asesor Técnico (CAT). El CAT dictamina qué empresas formarán parte y cuáles no de la composición del índice IBEX-35. Esta resolución se examina y modifia normalmente cada 6 meses. Este comité se reúne para esta decisión dos veces al año, siendo efectiva la modificación el primer día hábil de enero y el primer día hábil de julio de cada año. Lo cual no impide que se celebren reuniones extraordinarias ante determinadas para modificar la composición del IBEX 35.
Sin embargo la inclusión en el IBEX-35 no es arbitraria. Los expertos en sus consideraciones se rigen por los criterios que paso a enunciar. Para que un valor forme parte del IBEX-35 es necesario que su capitalización media sea superior al 0,30 por ciento la del IBEX-35 en el período analizado y que dicho valor haya sido contratado por lo menos en la tercera parte de las sesiones de ese período. Si esta última condición no se cumpliese, la empresa también podría ser elegida para entrar en el índice en el caso de encontrarse entre los 15 valores con mayor capitalización.Para los que deseen completar la información les aconsejo pinchar aquí.
No deseo terminar la entrada de hoy sin desear a todos un 2009 a la medida de sus expectativas. Al fin y al cabo la economía juega con ellas. Hasta el año que viene.
"Un primer curso de economía no permite dominar todos sus intrincados y esotéricos temas, pero puedo decirle basándome en la experiencia de estudiantes de todo el mundo que el mejor curso de economía es el de introducción. Una vez que haya entrado este nuevo y extraño jardín de ideas, el mundo nunca será igual. Y cuando dentro de unos años recuerde la experiencia, incluso lo que no entendía mucho entonces habrá madurado claramente." Paul Samuelson
miércoles, 31 de diciembre de 2008
lunes, 29 de diciembre de 2008
Una historia de violencia
"La violencia es el último recurso del incompetente" (Isaac Asimov)
Escuchando las terribles noticias y contemplando las imágenes que, por obra y gracia de la tecnología, vienen de la franja de Gaza, no queda menos que pensar que nuestras preocupaciones cotidianas y nimias resultan casi obscenas. A pesar de que la hiperinflación de imágenes violentas haya conseguido dotarlas de una suerte de existencia rayana en lo ficticio. Habitantes de un tercer mundo popperiano que no acaba de parecernos real, pero que a nuestro pesar tampoco podemos considerar ficción. Todos los días muere gente, asegurarán algunos, y siempre se puede encontrar un país en guerra o niños que agonizan por la falta de alimentos –la silenciada crisis alimentaria- y la vida continúa. Nada que objetar. Es rigurosamente cierto, pero que se produzcan, se toleren y se oculten estos hechos no implica que no se denuncien otras iniquidades. O que pueden ser consideradas males absolutos, sin justificaciones relativistas que se refugian en la supuesta legítima defensa. Sin tampoco enarbolar un antisemitismo que no es mi bandera y que categoriza las muertes. Hasta aquí llega el homo clasificator. Por eso, no quiero olvidar a todos los que este fin de semana han caído ni a todos aquellos de cuya muerte no tenemos noticia.
En otra ocasión hablaré de la ONU y de otros organismos internacionales. Hoy prometí continuar con la cuestión ayer suscitada: la intervención del Estado justificada por los fallos de mercado. Pero antes de hacerlo quiero recordar las condiciones de eficiencia en el mercado de competencia perfecta. Aviso para navegantes: la explicación va a pecar de técnica. Exige, por tanto, un esfuerzo.
La primera de ellas es que el BMg = P. Los consumidores demandarán un bien hasta que su beneficio marginal privado (BMg) se iguale a su coste marginal, el precio (P) del producto. Si esta condición se incumple, quiere decir que alguno de los compradores individuales ostenta algún tipo de influencia sobre el precio: es decir, no son precio-aceptantes, como se les llama técnicamente, sino que logran reducir el precio por debajo del nivel competitivo y de esa forma, obtener beneficios extraordinarios.
La segunda condición es que el coste marginal sea igual al precio. Este requisito que los productores aumentarán su producción hasta que su beneficio marginal privado, el precio (P) del producto, se iguale con su coste marginal (CMg). Si se incumple esta condición y el precio es mayor que el coste marginal, puede asegurarse que algunos vendedores individuales tienen influencia sobre el precio, esto es, tampoco son precio-aceptantes, sino que el precio que determinan está por encima del competitivo, y, de esa forma, obtienen beneficios extraordinarios.
La capacidad individual de influir sobre el precio es lo que se denomina poder de mercado. Cuando estas situaciones reducen el bienestar social deben corregirse a través de una adecuada política de defensa de la competencia y de regulación de las empresas privadas.
Pero el auténtico problema reside en que se incumplan las condiciones para que una economía compuesta de mercados perfectamente competitivos asegure el máximo bienestar de la sociedad. Para lo cual han de cumplirse dos condiciones. La primera de ellas que el beneficio marginal social sea igual al beneficio marginal privado. En el caso de que el beneficio marginal social sea mayor que el beneficio marginal privado, la compra individual de un bien beneficia a terceros que no soportan el coste marginal del bien. Es interesante este caso, porque en esta situación se estarían produciendo lo que en economía se llaman externalidades positivas. Efectos colaterales beneficios para la sociedad. Lo cual justificaría que el sector público proveyese de esos bienes, puesto que se están produciendo en menor cantidad de la idónea socialmente.
La segunda condición es que el coste marginal social sea igual al coste marginal privado. Si el primero fuese mayor que el segundo, implicaría que el productor no está asumiendo todos los costes de producción, sino que, más bien, los está trasladando al conjunto de la sociedad. En economía se habla de externalidades negativas. Un ejemplo bastante habitual suele ser el caso de una empresa que vierte sus residuos al río, en lugar de cubrir los costes de depuración.
El punto de equilies aquel en el que CMg = BMg. Si se consumiese y produjese una cantidad menor (Q2) o mayor (Q2’) se incurriría en un excedente del consumidor y del productor, por un lado, y en una pérdida directa del consumidor y del productor por otro, respectivamente.
Esta sencilla explicación me lleva a enunciar el primer teorema de la economía del bienestar: todo equilibrio competitivo constituye un óptimo de Pareto, nombre otorgado en honor al sociólogo del siglo XIX. Una asignación de recursos se considera un óptimo de Pareto o Pareto-óptima cuando no es posible mejorar el bienestar de ningún individuo sin perjudicar al menos a otro. Se dice que una situación A domina (Pareto-domina) o es superior (Pareto-superior) a otra B cuando al pasar de la segunda a la primera al menos un individuo mejora su bienestar y no se reduce el de nadie. Siendo B Pareto-inferior, dominada (Pareto-dominada) o subóptimo. Para ello la información de todos debe ser perfecta.
El problema justamente reside ahí. La información es imperfecta: existe incertidumbre que hace que los equilibrios resultantes sean ineficientes. Pero, aún en el caso irreal de que la información disponible fuese la misma para todos los agentes, quedarían por resolver el problema de la distribución de la renta (equidad) y la estabilidad de precios.
En resumen: hay tres razones que justifican la intervención del estado en la actividad económica: la presencia de información imperfecta, la desigual distribución de la renta y el logro de la estabilidad de los precios.
Entrada ardua la de hoy. En cualquier caso, no tanto como la realidad.
Escuchando las terribles noticias y contemplando las imágenes que, por obra y gracia de la tecnología, vienen de la franja de Gaza, no queda menos que pensar que nuestras preocupaciones cotidianas y nimias resultan casi obscenas. A pesar de que la hiperinflación de imágenes violentas haya conseguido dotarlas de una suerte de existencia rayana en lo ficticio. Habitantes de un tercer mundo popperiano que no acaba de parecernos real, pero que a nuestro pesar tampoco podemos considerar ficción. Todos los días muere gente, asegurarán algunos, y siempre se puede encontrar un país en guerra o niños que agonizan por la falta de alimentos –la silenciada crisis alimentaria- y la vida continúa. Nada que objetar. Es rigurosamente cierto, pero que se produzcan, se toleren y se oculten estos hechos no implica que no se denuncien otras iniquidades. O que pueden ser consideradas males absolutos, sin justificaciones relativistas que se refugian en la supuesta legítima defensa. Sin tampoco enarbolar un antisemitismo que no es mi bandera y que categoriza las muertes. Hasta aquí llega el homo clasificator. Por eso, no quiero olvidar a todos los que este fin de semana han caído ni a todos aquellos de cuya muerte no tenemos noticia.
En otra ocasión hablaré de la ONU y de otros organismos internacionales. Hoy prometí continuar con la cuestión ayer suscitada: la intervención del Estado justificada por los fallos de mercado. Pero antes de hacerlo quiero recordar las condiciones de eficiencia en el mercado de competencia perfecta. Aviso para navegantes: la explicación va a pecar de técnica. Exige, por tanto, un esfuerzo.
La primera de ellas es que el BMg = P. Los consumidores demandarán un bien hasta que su beneficio marginal privado (BMg) se iguale a su coste marginal, el precio (P) del producto. Si esta condición se incumple, quiere decir que alguno de los compradores individuales ostenta algún tipo de influencia sobre el precio: es decir, no son precio-aceptantes, como se les llama técnicamente, sino que logran reducir el precio por debajo del nivel competitivo y de esa forma, obtener beneficios extraordinarios.
La segunda condición es que el coste marginal sea igual al precio. Este requisito que los productores aumentarán su producción hasta que su beneficio marginal privado, el precio (P) del producto, se iguale con su coste marginal (CMg). Si se incumple esta condición y el precio es mayor que el coste marginal, puede asegurarse que algunos vendedores individuales tienen influencia sobre el precio, esto es, tampoco son precio-aceptantes, sino que el precio que determinan está por encima del competitivo, y, de esa forma, obtienen beneficios extraordinarios.
La capacidad individual de influir sobre el precio es lo que se denomina poder de mercado. Cuando estas situaciones reducen el bienestar social deben corregirse a través de una adecuada política de defensa de la competencia y de regulación de las empresas privadas.
Pero el auténtico problema reside en que se incumplan las condiciones para que una economía compuesta de mercados perfectamente competitivos asegure el máximo bienestar de la sociedad. Para lo cual han de cumplirse dos condiciones. La primera de ellas que el beneficio marginal social sea igual al beneficio marginal privado. En el caso de que el beneficio marginal social sea mayor que el beneficio marginal privado, la compra individual de un bien beneficia a terceros que no soportan el coste marginal del bien. Es interesante este caso, porque en esta situación se estarían produciendo lo que en economía se llaman externalidades positivas. Efectos colaterales beneficios para la sociedad. Lo cual justificaría que el sector público proveyese de esos bienes, puesto que se están produciendo en menor cantidad de la idónea socialmente.
La segunda condición es que el coste marginal social sea igual al coste marginal privado. Si el primero fuese mayor que el segundo, implicaría que el productor no está asumiendo todos los costes de producción, sino que, más bien, los está trasladando al conjunto de la sociedad. En economía se habla de externalidades negativas. Un ejemplo bastante habitual suele ser el caso de una empresa que vierte sus residuos al río, en lugar de cubrir los costes de depuración.
El punto de equilies aquel en el que CMg = BMg. Si se consumiese y produjese una cantidad menor (Q2) o mayor (Q2’) se incurriría en un excedente del consumidor y del productor, por un lado, y en una pérdida directa del consumidor y del productor por otro, respectivamente.
Esta sencilla explicación me lleva a enunciar el primer teorema de la economía del bienestar: todo equilibrio competitivo constituye un óptimo de Pareto, nombre otorgado en honor al sociólogo del siglo XIX. Una asignación de recursos se considera un óptimo de Pareto o Pareto-óptima cuando no es posible mejorar el bienestar de ningún individuo sin perjudicar al menos a otro. Se dice que una situación A domina (Pareto-domina) o es superior (Pareto-superior) a otra B cuando al pasar de la segunda a la primera al menos un individuo mejora su bienestar y no se reduce el de nadie. Siendo B Pareto-inferior, dominada (Pareto-dominada) o subóptimo. Para ello la información de todos debe ser perfecta.
El problema justamente reside ahí. La información es imperfecta: existe incertidumbre que hace que los equilibrios resultantes sean ineficientes. Pero, aún en el caso irreal de que la información disponible fuese la misma para todos los agentes, quedarían por resolver el problema de la distribución de la renta (equidad) y la estabilidad de precios.
En resumen: hay tres razones que justifican la intervención del estado en la actividad económica: la presencia de información imperfecta, la desigual distribución de la renta y el logro de la estabilidad de los precios.
Entrada ardua la de hoy. En cualquier caso, no tanto como la realidad.
domingo, 28 de diciembre de 2008
Días de radio
"Jamás aceptaría pertenecer a un club que me admitiera como socio." (Groucho Marx, filósofo posmoderno)
Los programas de radio ofrecen a menudo escenas entrañables. No me estoy refiriendo a los radiomaratones o al tipo de productos de corte navideño que pueblan el dial, sino a un subgénero de dimensiones renacentistas –por su amplitud de miras-, las tertulias radiofónicas. Fue precisamente en una de ellas, -no citaré la emisora, adivina adivinanza: el que acierte, premio- donde surgió una interesante disputa que se saldó a gritos, no controlados por un moderador que, ese día, no se ganó el sueldo. Los tertulianos en cuestión se arrogaban el título de ‘liberales’; pero su inserción en ese grupo, véase mi teoría del homo clasificator, implicaba necesariamente la exclusión de su oponente de tan selecta agrupación. Si usted es liberal, yo no lo soy o, en clave marxista, "jamás aceptaría pertenecer al club en que le admitieran a usted como socio".
No pude menos de acordarme de mis clases de lógica con Ángel D’Ors, excelente profesor de una asignatura apasionante, en las que se explicaba los modos de definir los elementos de un conjunto: la definición por extensión y la definición por comprensión. Esta última estipulaba la condición de pertenencia a un conjunto en función de la posesión o cumplimiento de un determinado atributo o característica. Pero volvamos a la radio. Los dos tertulianos disputaban si se puede ser liberal y, al mismo tiempo, defender la intervención, aun puntual, del Estado en determinadas circunstancias, v.g., las actuales. En el nombre de la crisis. Uno de ellos afirmaba que el rechazo a cualquier tipo de incursión está inserto en las esencias del liberalismo. El otro, más laxo, argumentaba que, determinadas condiciones de crisis económica justificarían su intervención. El tono se fue elevando al mismo ritmo que el nivel de los argumentos decaía hasta alcanzar las calderas de Pepe Botero. Cuando el moderador cerró el apasionado “debate” con la excusa de la cuña publicitaria de rigor, ambos abandonaron el estudio convencidos de ser los representantes vivos del arquetipo platónico del “liberalismo”. Entrañable y enternecedora discusión, si se tiene en cuenta el interés que suscita en la audiencia este tipo de cuestiones. No seré yo quien tire la primera piedra. Como siempre me he acalorado en los debates sobre cuestiones abstractas, no puedo menos que quitarme el cráneo.
El tema, en el fondo, tiene su interés, más allá de las categorías clasificatorias, sin duda, apasionantes. Si se preguntara a cualquiera de mis alumnos de 1º de Bachillerato, cuáles son los tres agentes económicos contestarían inmediatamente las empresas, las economías domésticas y las familias. La definición de ‘agente’ es clara: el que actúa. Pero, ¿cuál es el papel del Estado en la economía?
Conjugaré una vez más el verbo favorito de los economistas, supóngase. Una economía que funcionara de acuerdo con el ya explicado modelo de competencia perfecta y que, al mismo tiempo, fuera capaz de garantizar el máximo bienestar. ¿Tendría en esta idílica situación algún papel el Estado? Resistiendo a las tentaciones del credo liberal, versión estricta o laxa –táchese lo que no proceda-, he de asegurar que sí. Como señalan los profesores Quemada y García Verdugo en Bienes públicos globales, política económica y globalización (texto muy recomendable, por cierto), sería necesaria la intervención en cuatro áreas fundamentales con el fin de preservar el correcto funcionamiento de la sociedad y la propia existencia del mercado: el Estado ha de establecer mecanismos para asignar los derechos, entre ellos el de propiedad –actividad legislativa-, tiene que proteger a los titulares de los derechos contra la violencia, el robo y el fraude –actividad coercitiva y policial; tiene que hacer valer esos derechos y los contratos que los generan y transfieren –actividad judicial- y debe salvaguardar los derechos privados o públicos nacionales contra las agresiones de otros países –actividad política y de defensa-. Es obvio que para el correcto desempeño de estas funciones requiere financiación. Los fondos necesarios, entonces, los obtendrá a partir de la recaudación impositiva. Estas cuatro áreas constituyen el objeto de intervención mínima estatal. Es lo que defendía Adam Smith y sus sucesores: los partidarios del laissez faire.
La cuestión no acaba aquí, aunque sí lo haga mi entrada de hoy, porque mi suposición comenzaba con una premisa cuya validez es puesta en entredicho por la existencia de fallos de mercado: un mercado de competencia perfecta que garantice el máximo bienestar. Las quiebras del mercado justifican una intervención del Estado que vaya más allá del mínimo.
Continuará.
Los programas de radio ofrecen a menudo escenas entrañables. No me estoy refiriendo a los radiomaratones o al tipo de productos de corte navideño que pueblan el dial, sino a un subgénero de dimensiones renacentistas –por su amplitud de miras-, las tertulias radiofónicas. Fue precisamente en una de ellas, -no citaré la emisora, adivina adivinanza: el que acierte, premio- donde surgió una interesante disputa que se saldó a gritos, no controlados por un moderador que, ese día, no se ganó el sueldo. Los tertulianos en cuestión se arrogaban el título de ‘liberales’; pero su inserción en ese grupo, véase mi teoría del homo clasificator, implicaba necesariamente la exclusión de su oponente de tan selecta agrupación. Si usted es liberal, yo no lo soy o, en clave marxista, "jamás aceptaría pertenecer al club en que le admitieran a usted como socio".
No pude menos de acordarme de mis clases de lógica con Ángel D’Ors, excelente profesor de una asignatura apasionante, en las que se explicaba los modos de definir los elementos de un conjunto: la definición por extensión y la definición por comprensión. Esta última estipulaba la condición de pertenencia a un conjunto en función de la posesión o cumplimiento de un determinado atributo o característica. Pero volvamos a la radio. Los dos tertulianos disputaban si se puede ser liberal y, al mismo tiempo, defender la intervención, aun puntual, del Estado en determinadas circunstancias, v.g., las actuales. En el nombre de la crisis. Uno de ellos afirmaba que el rechazo a cualquier tipo de incursión está inserto en las esencias del liberalismo. El otro, más laxo, argumentaba que, determinadas condiciones de crisis económica justificarían su intervención. El tono se fue elevando al mismo ritmo que el nivel de los argumentos decaía hasta alcanzar las calderas de Pepe Botero. Cuando el moderador cerró el apasionado “debate” con la excusa de la cuña publicitaria de rigor, ambos abandonaron el estudio convencidos de ser los representantes vivos del arquetipo platónico del “liberalismo”. Entrañable y enternecedora discusión, si se tiene en cuenta el interés que suscita en la audiencia este tipo de cuestiones. No seré yo quien tire la primera piedra. Como siempre me he acalorado en los debates sobre cuestiones abstractas, no puedo menos que quitarme el cráneo.
El tema, en el fondo, tiene su interés, más allá de las categorías clasificatorias, sin duda, apasionantes. Si se preguntara a cualquiera de mis alumnos de 1º de Bachillerato, cuáles son los tres agentes económicos contestarían inmediatamente las empresas, las economías domésticas y las familias. La definición de ‘agente’ es clara: el que actúa. Pero, ¿cuál es el papel del Estado en la economía?
Conjugaré una vez más el verbo favorito de los economistas, supóngase. Una economía que funcionara de acuerdo con el ya explicado modelo de competencia perfecta y que, al mismo tiempo, fuera capaz de garantizar el máximo bienestar. ¿Tendría en esta idílica situación algún papel el Estado? Resistiendo a las tentaciones del credo liberal, versión estricta o laxa –táchese lo que no proceda-, he de asegurar que sí. Como señalan los profesores Quemada y García Verdugo en Bienes públicos globales, política económica y globalización (texto muy recomendable, por cierto), sería necesaria la intervención en cuatro áreas fundamentales con el fin de preservar el correcto funcionamiento de la sociedad y la propia existencia del mercado: el Estado ha de establecer mecanismos para asignar los derechos, entre ellos el de propiedad –actividad legislativa-, tiene que proteger a los titulares de los derechos contra la violencia, el robo y el fraude –actividad coercitiva y policial; tiene que hacer valer esos derechos y los contratos que los generan y transfieren –actividad judicial- y debe salvaguardar los derechos privados o públicos nacionales contra las agresiones de otros países –actividad política y de defensa-. Es obvio que para el correcto desempeño de estas funciones requiere financiación. Los fondos necesarios, entonces, los obtendrá a partir de la recaudación impositiva. Estas cuatro áreas constituyen el objeto de intervención mínima estatal. Es lo que defendía Adam Smith y sus sucesores: los partidarios del laissez faire.
La cuestión no acaba aquí, aunque sí lo haga mi entrada de hoy, porque mi suposición comenzaba con una premisa cuya validez es puesta en entredicho por la existencia de fallos de mercado: un mercado de competencia perfecta que garantice el máximo bienestar. Las quiebras del mercado justifican una intervención del Estado que vaya más allá del mínimo.
Continuará.
sábado, 27 de diciembre de 2008
Otra vuelta de tuerca
"Si tu intención es describir la verdad, hazlo con sencillez y la elegancia déjasela al sastre" Albert Einstein.
He de admitir que es complicado conjugar dos extremos que en ocasiones se tornan irreconciliables. Me estoy refiriendo al rigor y la amenidad. El famoso enseñar deleitando. De hecho, al releer algunas de las entradas compruebo que podría haber precisado mucho más algunas cuestiones, haber hilado más fino, porque resultan en la práctica más complejas de lo que yo he podido dar a entender. No quiero sin embargo caer en el error de convertir este espacio en un mal remedo de un libro de texto. Doctores tiene la economía. Sólo pretendo que mis alumnos y mis lectores, algunos de ellos desconocidos y otros muy conocidos, reflexionen conmigo sobre algunas cuestiones de economía elemental y que en mi opinión, constituyen uno de los fundamentos básicos de la verdadera educación para la ciudadanía.
Hoy he leído un comentario de un lector -al que no tengo el gusto de conocer- que me ha hecho reflexionar. La excesiva reducción de los asuntos abordados puede a la postre inducir al error. No quiero que nadie se quede con una falsa imagen de simplicidad en lo tocante a las cuestiones económicas. Si algo pretendo mostrar en este foro es que las cosas no suelen ser lo que parecen y que la realidad es más intrincada de lo que habitualmente se juzga. El problema radica en el formato en el que escibo, que obliga, inevitable y afortunadamente, a cierta simplificación de las ideas. En cualquier caso, atención, hay más cera que la que arde. Siempre.
Me solicita este lector que explique mejor por qué el establecimiento de un salario mínimo no comporta necesariamente un incremento de la tasa de desempleo. Una ojeada rápida a determinada prensa eleva la tesis contraria a la categoría de dogma. No me considero una experta, ni mucho menos, pero sí creo haber leído lo suficiente como para asegurar que en la teoría económica no hay cabida para muchos dogmas. Así que, voy a intentar explicar al lector interesado otra posible versión de los mismos hechos. Para ello, utilizaré los hombros del gigante de hoy, el profesor Cuadrado y su ya clásico Política Económica.
Hay una cuestión implícita en todo este debate que no mencioné ayer. Y es la complicada conjunción y equilibrio entre dos objetivos que ha de perseguir el Sector Público. Estos objetivos son la eficiencia y la equidad cuya combinación en los mercados de trabajo deviene especialmente compleja.
El mercado de trabajo, según la teoría, alcanza el equilibrio cuando coinciden las curva de demanda (que corresponde a los empresarios) y de oferta (que corresponde a los trabajadores. La contratación de un trabajador adicional supone a la empresa un ingreso; obviamente, si no fuera así, no tendría sentido solicitar más personal. Ahora bien, es también evidente que dicha contratación devengará un coste adicional para la empresa. A estos ingresos y costes generados por el último trabajador contratado se les llama costes e ingresos marginales. Pues bien, el empresario estará dispuesto a contratar un trabajador extra cuando el ingreso marginal aportado por éste sea mayor al coste marginal que genera. Es decir, el equilibrio se producirá cuando los ingresos marginales se igualen a los costes marginales. Y en este punto es donde también se obtiene el excedente social máximo, que, no está reñido con la existencia de desigualdades que implican la no consecución del objetivo de equidad.
Por eso, para lograr la justicia social y una mayor cohesión social, se suelen poner en práctica las políticas microeconómicas de redistribución de la renta basadas en la fijación de un salario mínimo. Estas políticas son efectivas dependiendo de la posición de partida: como señalaba ayer todo el discurso teórico anterior se fundamenta en la existencia de mercados perfectos. Si por cualquier razón, básicamente mercados no competitivos, el salario existente no fuera el de equilibro sino una menor la actuación gubernamental que impusiera un salario mínimo encontraría justificación no sólo por la búsqueda de una mayor equidad, sino también por una eficiencia superior. Los informes de la OCDE apuntan a que los mercados de trabajo no son perfectamente competitivos por lo que podría ocurrir que el salario de equilibrio no fuese el real. Ahora bien, la lógica advierte que la conclusión que se obtiene a partir de la constatación de que los mercados sean imperfectos no necesariamente ha de ser que el salario no es el de equilibrio.
Espero haber aclarado la duda de mi lector. Muchas gracias en cualquier caso por ayudarme a pensar mejor. Es la única forma de avanzar.
viernes, 26 de diciembre de 2008
Coffee and newspapers
"Claro que el café es un veneno lento; hace cuarenta años que lo bebo."
VOLTAIRE, François-Marie Arouet
En economía básica se habla de bienes complementarios y sustitutivos. Los primeros son aquellos que para satisfacer una necesidad han de ser consumidos conjunta y solidariamente. Los segundos, en cambio, son aquellos que satisfacen la misma necesidad y, por consiguiente, son intercambiables entre sí. Es posible ampliar el análisis y hablar de la elasticidad cruzada. En otro momento. Por otro lado, he de reconocer que en mi mapa del mundo los bienes “café” y “prensa” forman un tándem que, por definición, es indisoluble, esto es, son bienes complementarios perfectos. Por eso, las vacaciones son la excusa perfecta para hacer uso de mi cafetera espresso y de mi ordenador portátil. Una mezcla fructífera que me proporciona ideas para este foro. Mis pequeños lujos.
Leo en Expansión , taza en mano, que el gobierno que preside Rodríguez Zapatero ha decidido incrementar un 4% frente al 3,5% previsto inicialmente el salario mínimo interprofesional (SMI) que en 2008 ascendía a 600 euros. Esta subida supone que el SMI ascenderá a 624 euros. Los sindicatos han aplaudido la medida, aunque la consideran insuficiente.
En ocasiones, he abordado el tema del Salario Mínimo Interprofesional en las clases de economía. Por eso, hoy voy a dedicar esta entrada a explicar qué es, cómo se estipula y qué posibles efectos tiene sobre la economía en general y sobre el empleo en particular.
El salario mínimo interprofesional (SMI) fija la cuantía retributiva mínima que percibirá el trabajador referida a la jornada legal de trabajo, sin distinción de sexo u edad de los trabajadores, sean fijos, eventuales o temporales.
El valor que toma el SMI se fija cada año por el Gobierno, mediante la publicación de un Real Decreto. Y para la determinación del mismo se tienen en cuenta factores como el IPC (índice de precios de consumo), la productividad media nacional alcanzada o el incremento de la participación del trabajo en la renta nacional.
La razón principal que justifica la fijación de esta cantidad mínima radica en que Estado, de esa forma, otorga protección a los trabajadores, en especial a los menos cualificados. Constituye un efecto de la llamada función tuitiva del Estado.
Sin embargo, hay opiniones para todos los gustos en cuanto a la efectividad de la medida, así como a sus efectos colateales. Simplificando mucho los términos, algunas voces neoclásicas sostienen que el salario mínimo beneficia básicamente a los trabajadores que se encuentran de facto inmersos en el mercado laboral, pero puede perjudicar a aquellos que se encuentran fuera, a los que buscan trabajo. Este perjuicio es debido a que la demanda de trabajo, como toda función de demanda, desciende cuando aumentan los precios, en este caso, los costes salariales. De acuerdo con las tesis neoclásicas, el mercado mediante el solo concurso de la ley de la oferta y la demanda llegará a fijar el salario de equilibrio. Fijar un salario mínimo por encima conllevará un aumento de la tasa de desempleo.
Ahora bien, podría aducirse que los efectos sobre la función de demanda de la instauración de un salario mínimo dependerán de la elasticidad de la mencionada función de demanda. Los economistas contrarios al SMI defienden que la demanda de trabajo poco cualificado resulta muy elástica al precio. De ahí que una subida de salarios (establecimiento de un salario producirá una fuerte reacción a la baja de la demanda de empleo. Las personas más perjudicadas serán aquellas con un acceso más difícil al mercado de trabajo (mayores, jóvenes, y trabajadores de baja cualificación). Por otro lado, argumentan, subir el salario mínimo implica aumentar los costes de las empresas, lo que, a la postre traerá aparejado más desempleo.
Otros economistas, sin embargo, defienden que la demanda de trabajo poco cualificado no es tan elástica, por lo que una subida del precio tiene un efecto mínimo en la cantidad demandada de empleo. De ahí que el establecimiento de un salario mínimo beneficie tanto a los trabajadores en activo como a los que no lo están. El análisis de los economistas neoclásicos presupone que "los mercados laborales son perfectamente competitivos y los trabajadores y empresas tienen información inmediata y perfecta de todas y cada una de las ofertas de empleo y de todos y cada uno de los demandantes de empleo", pero los datos de la OCDE no parecen estar avalar la hipótesis de la existencia de competencia perfecta.
Lo explicado sólo es un bosquejo de la cuestión. Hay mucho más que decir al respecto. Pero, para ello, necesitaría otra taza de café. Sin embargo, he de dormir esta noche. Otra vez será.
jueves, 25 de diciembre de 2008
Al cruzar el límite
"Ni la sociedad, ni el hombre, ni ninguna otra cosa deben sobrepasar para ser buenos los límites establecidos por la naturaleza." Hipócrates
Por si no se habían enterado hoy es el día de Navidad. Después de la tormenta, siempre llega la calma. Apetece escribir. La entrada, sin embargo, será más corta de lo acostumbrado.
Hoy quiero hablar de un economista que con su trabajo ha ampliado las perspectivas del análisis económico tradicional. Y las ha ensanchado en la medida en que ha mostrado que la economía aislada del todo al que pertenece es necesariamente miope. Este autor es considerado el padre de la Bioeconomía o Economía Ecológica. Me estoy refiriendo al rumano Nicholas Georgescu-Roegen. La tesis fundamental de la bioeconomía afirma que el sistema económico para ser comprendido certeramente debe situarse en un sistema más amplio, la biosfera. Los procesos que tienen lugar en su seno se encuentran gobernados por leyes físicas y biológicas que condicionan y limitan el funcionamiento de los diferentes subsistemas, entre los que, como he apuntado, se encuentra el económico.
La relación sociedad-biosfera es complicada y se precisa de una reducción de los niveles actuales de consumo para armonizarla. Georgescu-Roegen reconoce la imposibilidad de una renuncia absoluta al confort de la sociedad industrial, pero propone varias medidas que pueden ayudar a la consecución de ciertio equilibrio: conservación energética y material, parsimonia de actitud y consumo, y rechazo de la extravagancia de objetos y costumbres innecesarios.
En última instancia, se trata de incidir en la idea de que el sistema global presenta unos límites. Georgescu- Roengen intenta ligar la economía con la física y, más en particular, con la termodinámica. La segunda ley de la termodinámica introduce el concepto de entropía y establece, grosso modo, que la energía útil acaba disipándose, lo que, en términos económicos es interpretado por el autor como la idea de que el crecimiento económico tiene un límite.
Interesante idea. Seguiré abundando en ella. Hoy no parece el día propicio para hablar de límites al consumo. O tal vez sí. Precisamente porque casi todos hemos de entonar el mea culpa. Yo confieso.
miércoles, 24 de diciembre de 2008
Qué bello es vivir
"Honraré las Navidades en mi corazón, y trataré de mantenerlas todo el año" (Charles Dickens)
Aviso para navegantes: la entrada de hoy no es apta para diabéticos. Probablemente tampoco el día lo sea, pero a veces es necesario inyectarse por la vía que se desee una buena dosis de optimismo. Aunque haya sobradas razones para el pesimismo. Como aseguraba Sean Connery en Los últimos días del Edén, película que, por cierto, defiende la necesidad de conservar y proteger la naturaleza sin aspavientos ni banderas: "es de mal gusto hablar de la muerte en la cama de un agonizante".
Me debato entre dos actividades: releer Canción de Navidad de Charles Dickens u obsequiarme con la película Qué bello es vivir de Frank Capra. Dos pequeñas joyitas que muchos espíritus cínicos o descreídos se han obstinado en empequeñecer. Optimismo naif. Pastel de Navidad. Tal vez, sea más lúcido digerir hoy también las amargas uvas de la ira. Pero me quedo con el dulzor. La pars destruens siempre se ha revelado de más fácil factura que la construens. Deconstruir o construir. Me quedo con la tercera vía: reconstruir. Me fastidia esa arrogancia supuestamente ilustrada que se burla de ciertos mensajes que apelan a lo mejor del ser humano. Porque haberlo, como las meigas, haylo. En la era de la deconstrucción, de la posmodernidad, del nihilismo atroz, no hay lugar para los ejercicios y mensajes de optimismo, aunque Capra y Dickens tuvieran buenos motivos para proclamar otras visiones del ser humano menos condescendientes.
Creer en la bondad, en que todo el mundo puede cambiar si encuentra el estímulo necesario para hacerlo, en que existen ángeles de paisano que se cruzan en las propias vidas, y, lo que es mejor, las cambian, se considera síntoma de ingenuidad, de candidez, de candor infantil. Comeflores, como un amigo mío diría. Con seguridad hay verdad en toda esa desconfianza hacia la condición humana. Un paseo por el mundo quiebra la fe en la humanidad del más filántropo. Pero no es menos cierto que en ocasiones es necesario repetirse una y otra vez que otro mundo es posible, que hay esperanza, que no todo está perdido. Abandonar la lucidez y abrazarse a la utopía. Se lo advertí: hoy estoy cubierta de almíbar.
Y para no perder empalago, quiero hacer mención a este enlace que muestra un fenómeno que he estudiado con mis alumnos de 1º de Bachillerato en clase. La demanda depende de múltiples factores y, en ocasiones, no es fácil acometer aisladamente el estudio de cada uno de ellos. La sempiterna cláusula del caeteris paribus. El hecho es que los precios de los otros bienes, influyen en la demanda de un bien o servicio, así como la renta o las expectativas de los consumidores. Y en la realidad estos factores comparecen en grupo. En este caso, la demanda de turrones, mazapanes y otras deliciosas dulzainas se ha visto incrementada por el hecho de que un mayor número de gente haya decidido permanecer en sus hogares, consumiendo turrón, cava, tele y/o bingo familiar, en lugar de irse de vacaciones. Las empresas turroneras han aprovechado el tirón: han seguido una estrategia de mantenimiento de los precios y, como consecuencia, han incrementado la demanda. Ahora bien, la demanda agregada de estos bienes no ha variado sustancialmente en la medida en que la crisis ha provocado un descenso de la demanda de turrones para los tradicionales aguinaldos.
Les deseo una felicísima Navidad. Se la merecen.
Aviso para navegantes: la entrada de hoy no es apta para diabéticos. Probablemente tampoco el día lo sea, pero a veces es necesario inyectarse por la vía que se desee una buena dosis de optimismo. Aunque haya sobradas razones para el pesimismo. Como aseguraba Sean Connery en Los últimos días del Edén, película que, por cierto, defiende la necesidad de conservar y proteger la naturaleza sin aspavientos ni banderas: "es de mal gusto hablar de la muerte en la cama de un agonizante".
Me debato entre dos actividades: releer Canción de Navidad de Charles Dickens u obsequiarme con la película Qué bello es vivir de Frank Capra. Dos pequeñas joyitas que muchos espíritus cínicos o descreídos se han obstinado en empequeñecer. Optimismo naif. Pastel de Navidad. Tal vez, sea más lúcido digerir hoy también las amargas uvas de la ira. Pero me quedo con el dulzor. La pars destruens siempre se ha revelado de más fácil factura que la construens. Deconstruir o construir. Me quedo con la tercera vía: reconstruir. Me fastidia esa arrogancia supuestamente ilustrada que se burla de ciertos mensajes que apelan a lo mejor del ser humano. Porque haberlo, como las meigas, haylo. En la era de la deconstrucción, de la posmodernidad, del nihilismo atroz, no hay lugar para los ejercicios y mensajes de optimismo, aunque Capra y Dickens tuvieran buenos motivos para proclamar otras visiones del ser humano menos condescendientes.
Creer en la bondad, en que todo el mundo puede cambiar si encuentra el estímulo necesario para hacerlo, en que existen ángeles de paisano que se cruzan en las propias vidas, y, lo que es mejor, las cambian, se considera síntoma de ingenuidad, de candidez, de candor infantil. Comeflores, como un amigo mío diría. Con seguridad hay verdad en toda esa desconfianza hacia la condición humana. Un paseo por el mundo quiebra la fe en la humanidad del más filántropo. Pero no es menos cierto que en ocasiones es necesario repetirse una y otra vez que otro mundo es posible, que hay esperanza, que no todo está perdido. Abandonar la lucidez y abrazarse a la utopía. Se lo advertí: hoy estoy cubierta de almíbar.
Y para no perder empalago, quiero hacer mención a este enlace que muestra un fenómeno que he estudiado con mis alumnos de 1º de Bachillerato en clase. La demanda depende de múltiples factores y, en ocasiones, no es fácil acometer aisladamente el estudio de cada uno de ellos. La sempiterna cláusula del caeteris paribus. El hecho es que los precios de los otros bienes, influyen en la demanda de un bien o servicio, así como la renta o las expectativas de los consumidores. Y en la realidad estos factores comparecen en grupo. En este caso, la demanda de turrones, mazapanes y otras deliciosas dulzainas se ha visto incrementada por el hecho de que un mayor número de gente haya decidido permanecer en sus hogares, consumiendo turrón, cava, tele y/o bingo familiar, en lugar de irse de vacaciones. Las empresas turroneras han aprovechado el tirón: han seguido una estrategia de mantenimiento de los precios y, como consecuencia, han incrementado la demanda. Ahora bien, la demanda agregada de estos bienes no ha variado sustancialmente en la medida en que la crisis ha provocado un descenso de la demanda de turrones para los tradicionales aguinaldos.
Les deseo una felicísima Navidad. Se la merecen.
martes, 23 de diciembre de 2008
La palabra
"Es difícil determinar cuándo acaba una generación y comienza otra. Diríamos más o menos que es a las nueve de la noche." Ramón Gómez de la Serna
El ser humano es un animal clasificador. Más allá de definiciones, con más pedigrí que ésta, que lo conciben como animal racional, animal político o animal social. La tendencia a clasificar la realidad, a encajarla en unos moldes prefabricados es casi universal. Por eso, cuando en una conversación afirmo que entre mis temas de interés se encuentra el medioambiente, me veo obligada a aclarar que no soy ‘ecologista’. Ni lo dejo de ser. Como tampoco considero que defender la igualdad de derechos entre hombres y mujeres convierte inmediatamente a nadie en feminista. Por otro lado, el universo de referencias que se ajustan a las etiquetas es tan grande que, probablemente, atribuir a alguien la condición de ‘ecologista’, ‘feminista’ o ‘progresista’ sea semejante a no decir nada.
No quiero tampoco ser malinterpretada. No estoy asegurando que reniegue de determinadas tesis que determinadas interpretaciones y concepciones del feminismo, ecologismo -y todos los –ismos que se quiera añadir- mantienen. Lo que defiendo es la vacuidad de una serie de adjetivos que, en mi opinión, han muerto de éxito.
Uno de ellos es precisamente el que voy a analizar hoy. Lo traigo a este foro, porque uno de los objetivos macroeconómicos básicos de todo gobernante es el desarrollo de su país. Y al análisis del concepto dediqué una entrada anterior. Hoy quiero, sin embargo, centrarme en el concepto de ‘desarrollo sostenible’ traducción de sustainable development. Un sintagma que ha sido utilizado hasta la extenuación en distintos foros y que cuenta con el aplauso mayoritario del público en general. Una expresión particularmente exitosa. El problema, como siempre, estriba en clarificar si todo el mundo entiende lo mismo por ‘desarrollo sostenible’.
Haré un poco de historia. El concepto empieza a pergeñarse en los años 70, cuando el mundo comienza a ser consciente de que la despensa global, el planeta Tierra, está comenzando a vaciarse. Las crisis del petróleo de los 70 y los primeros informes que hablan de contaminación ambiental, crean un clima de opinión al que no es indiferente la ONU. En 1983, este organismo internacional crea la Comisión Brundtland (en honor a Gro Brundtland, a la sazón primera ministra noruega) sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. La novedad radica, precisamente, en la conjunción de ambos términos, que, tradicionalmente se habían considerado independientes. La finalidad de dicha comisión fue la elaboración de un “programa global para el cambio”. En 1987, se publicó Nuestro Futuro Común, un informe apenas leído, en el que se acuñaó el concepto de desarrollo sostenible definido como “el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. En el fondo, lo que se sugería de forma implícita es que el modelo habido hasta el momento era insostenible.
¿Dónde radica el secreto de su éxito? A mi modo de ver, en su nada disimulada ambigüedad. El término ‘desarrollo sostenible’ ostenta la categoría de supraconcepto integrador que aúna distintas dimensiones del desarrollo: que tienen que ver con el entorno económico, social y ecológico. Es indudable que ‘lo sostenible’ vende. Oímos hablar, v.g., de ‘ciudades sostenibles’, ‘producción sostenible’, ‘explotación sostenible’. El verdadero problema es entender qué sea lo sostenible: término ambiguo y vacío cuya mayor virtualidad radica en su potencial retórico. Algo semejante a lo que le ocurrió al adjetivo ‘ecológico’. Ahora bien, lo que no se precisa es que se entiende por ‘desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente’. ¿Qué necesidades? ¿Existe un conjunto claramente delimitado que quepa ser atribuido a la generación actual? ¿Son comparables incluso las necesidades de un niño de Manhattan que el de uno de Etiopía? Por otro lado, tampoco se informa cómo se puede llevar a efecto el programa del desarrollo sostenible. Pero,no importa, porque su efecto lenitivo es indudable: "si somos mínimamente cuidadosos (????) podremos seguir con nuestro modo de vida y nada pasará, nuestro bienestar no se resentirá".
¿Puede remediarse esta calculada ambigüedad? Mi impresión es que su banalización es parte de su encanto, porque es precisamente este carácter lo que causa que la casi total aquiescencia. Se trata de una cuestión de hermenéutica. El propio sintagma exhala un cierto aroma a contraditio in terminis. Lo que se desarrolla no se puede mantener. Obviamente estoy entendiendo el término sostenible como sinónimo de mantenible. Pero juega con los dos extremos: de tal forma que, desde la óptica política, puede ser aceptado por izquierdas, derechas y centros. Reconoce y asume que hay algo que no funciona como debería, pero sugiere que puede solucionarse con más de lo mismo. En última instancia, no cuestiona los valores sobre los que se asienta el modelo de desarrollo.
No quiero callar otras voces. El profesor Naredo, en este interesante artículo, apunta posibles contenidos para este término. Es otra posibilidad.
Sólo pretendía sembrar la duda. El homo clasificator se encuentra cómodo en sus lindes. Viajar abre la mente. O eso dicen.
El ser humano es un animal clasificador. Más allá de definiciones, con más pedigrí que ésta, que lo conciben como animal racional, animal político o animal social. La tendencia a clasificar la realidad, a encajarla en unos moldes prefabricados es casi universal. Por eso, cuando en una conversación afirmo que entre mis temas de interés se encuentra el medioambiente, me veo obligada a aclarar que no soy ‘ecologista’. Ni lo dejo de ser. Como tampoco considero que defender la igualdad de derechos entre hombres y mujeres convierte inmediatamente a nadie en feminista. Por otro lado, el universo de referencias que se ajustan a las etiquetas es tan grande que, probablemente, atribuir a alguien la condición de ‘ecologista’, ‘feminista’ o ‘progresista’ sea semejante a no decir nada.
No quiero tampoco ser malinterpretada. No estoy asegurando que reniegue de determinadas tesis que determinadas interpretaciones y concepciones del feminismo, ecologismo -y todos los –ismos que se quiera añadir- mantienen. Lo que defiendo es la vacuidad de una serie de adjetivos que, en mi opinión, han muerto de éxito.
Uno de ellos es precisamente el que voy a analizar hoy. Lo traigo a este foro, porque uno de los objetivos macroeconómicos básicos de todo gobernante es el desarrollo de su país. Y al análisis del concepto dediqué una entrada anterior. Hoy quiero, sin embargo, centrarme en el concepto de ‘desarrollo sostenible’ traducción de sustainable development. Un sintagma que ha sido utilizado hasta la extenuación en distintos foros y que cuenta con el aplauso mayoritario del público en general. Una expresión particularmente exitosa. El problema, como siempre, estriba en clarificar si todo el mundo entiende lo mismo por ‘desarrollo sostenible’.
Haré un poco de historia. El concepto empieza a pergeñarse en los años 70, cuando el mundo comienza a ser consciente de que la despensa global, el planeta Tierra, está comenzando a vaciarse. Las crisis del petróleo de los 70 y los primeros informes que hablan de contaminación ambiental, crean un clima de opinión al que no es indiferente la ONU. En 1983, este organismo internacional crea la Comisión Brundtland (en honor a Gro Brundtland, a la sazón primera ministra noruega) sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. La novedad radica, precisamente, en la conjunción de ambos términos, que, tradicionalmente se habían considerado independientes. La finalidad de dicha comisión fue la elaboración de un “programa global para el cambio”. En 1987, se publicó Nuestro Futuro Común, un informe apenas leído, en el que se acuñaó el concepto de desarrollo sostenible definido como “el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. En el fondo, lo que se sugería de forma implícita es que el modelo habido hasta el momento era insostenible.
¿Dónde radica el secreto de su éxito? A mi modo de ver, en su nada disimulada ambigüedad. El término ‘desarrollo sostenible’ ostenta la categoría de supraconcepto integrador que aúna distintas dimensiones del desarrollo: que tienen que ver con el entorno económico, social y ecológico. Es indudable que ‘lo sostenible’ vende. Oímos hablar, v.g., de ‘ciudades sostenibles’, ‘producción sostenible’, ‘explotación sostenible’. El verdadero problema es entender qué sea lo sostenible: término ambiguo y vacío cuya mayor virtualidad radica en su potencial retórico. Algo semejante a lo que le ocurrió al adjetivo ‘ecológico’. Ahora bien, lo que no se precisa es que se entiende por ‘desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente’. ¿Qué necesidades? ¿Existe un conjunto claramente delimitado que quepa ser atribuido a la generación actual? ¿Son comparables incluso las necesidades de un niño de Manhattan que el de uno de Etiopía? Por otro lado, tampoco se informa cómo se puede llevar a efecto el programa del desarrollo sostenible. Pero,no importa, porque su efecto lenitivo es indudable: "si somos mínimamente cuidadosos (????) podremos seguir con nuestro modo de vida y nada pasará, nuestro bienestar no se resentirá".
¿Puede remediarse esta calculada ambigüedad? Mi impresión es que su banalización es parte de su encanto, porque es precisamente este carácter lo que causa que la casi total aquiescencia. Se trata de una cuestión de hermenéutica. El propio sintagma exhala un cierto aroma a contraditio in terminis. Lo que se desarrolla no se puede mantener. Obviamente estoy entendiendo el término sostenible como sinónimo de mantenible. Pero juega con los dos extremos: de tal forma que, desde la óptica política, puede ser aceptado por izquierdas, derechas y centros. Reconoce y asume que hay algo que no funciona como debería, pero sugiere que puede solucionarse con más de lo mismo. En última instancia, no cuestiona los valores sobre los que se asienta el modelo de desarrollo.
No quiero callar otras voces. El profesor Naredo, en este interesante artículo, apunta posibles contenidos para este término. Es otra posibilidad.
Sólo pretendía sembrar la duda. El homo clasificator se encuentra cómodo en sus lindes. Viajar abre la mente. O eso dicen.
lunes, 22 de diciembre de 2008
Santa Bárbara
"La información es poder" (Francis Bacon)
Es habitual acordarse de Santa Bárbara cuando truena. Lo cual no deja de ser explicable si se considera el elevado número de preocupaciones y estímulos varios con los que hay bregar en la vida diaria. La tormenta actual es económica y los truenos superan con creces el nivel de decibelios admitido por las legislaciones ambientales, -laxas, demasiado laxas,- relativas al ruido en nuestro país. Otro día hablaré del tema, puesto que guarda relación con otro que ya ha comparecido en este foro: el de la productividad.
Si la tormenta financiera podía haberse previsto es una cuestión que no voy a dirimir aquí. Tampoco voy a volver sobre los pasos de los Ninjas o los Madoffs de turno. Lo que, sin duda, se ha puesto en entredicho es la eficacia de las llamadas agencias de rating, cuando no su connivencia con todos aquellos que han alimentado a la bicha, esto es, la crisis financiera. Hay análisis para todos los gustos.
Este cuaderno de bitácora nació con un claro objetivo didáctico que no conviene olvidar. Por eso, no voy a entrar en valoraciones acerca del papel de estas agencias: me limitaré a exponer qué son y para qué nace el llamado rating. Con el fin de ampliar la panorámica, me subiré a hombros de un gigante: el profesor M. Sesto Pereira y su libro Teoría de la Financiación.
Rating viene a significar “calificación crediticia”. Trata, por ende, de proporcionar una información sobre el nivel de calidad de los prestatarios que acuden a los mercados financieros en busca de recursos. Por ‘calidad’ se entiende en este contexto la capacidad para atender de forma regular y en el tiempo previsto las obligaciones de pago contraídas.
En el fondo, el nacimiento de las agencias de rating surgen de la necesidad de información que los inversores, desconocedores a priori de la situación de las empresas, requieren de la calidad crediticia de los emisores. Y esa necesidad se agudiza por dos fenómenos: el de la desintermediación financiera y el de la titulación que provocan que las empresas sustituyan deuda bancaria por títulos de deuda que colocan en los mercados internacionales. La internacionalización de la empresa, por tanto, provoca que la necesidad de información fidedigna de los inversores sea mayor. Nadie presta su dinero a ciegas y si lo hace, exigirá como contraprestación una rentabilidad muy elevada. Quien asume riesgos elevados lo hace movido por elevadas expectativas de ganancia.
Las agencias de rating prestan, por consiguiente, un servicio: proveen a los inversores de un bien precioso: la información. Pero no sólo los inversores se benefician de sus tareas, los emisores pueden obtener una financiación más barata, debido a que los riesgos de los inversores se reducen al contar con información cierta de los productos. Corolario inevitable de la teoría de la racionalidad del inversor.
Las propias empresas que buscan financiación son las que solicitan y pagan la recalificación por parte de las agencias. Los datos los facilitan las organizaciones y las agencias se reservan el derecho a modificar o retirar un determinado rating si la información recibida de la empresa se modifica. La información ha de ser, por tanto, minuciosa y detallada. El rating no se hace público sin el consentimiento de la empresa para así poder ampliar la información con el fin de mejorar la calificación. Cuanto más alta sea la calificación, evidentemente, mayor facilidad tendrá la empresa para colocar deuda.
Las principales agencias de calificación son Standard & Poor’s y Moody’s en EEUU y IBCA en el Reino Unido. Probablemente, estimados internautas, habrá oído hablar de las tres AAA de S&P (la calificación más alta según esta agencia) cuya adjudicación comporta una capacidad extremadamente elevada de pago de los intereses y del principal. En el extremo contrario se encontrarían los productos financieros calificados con una D, que, en última instancia, son fallidos. Sin llegar a alcanzar esta categoría, se encuentran los C que son indicativos de una calidad crediticia muy baja.
Lo que he explicado es la teoría. La práctica discurre por otros derroteros. ¿Han desempeñado las agencias de rating este idílico papel de protección al inversor, informándole cabalmente de los riegos de los productos que estaba adquiriendo? Como diría un insigne político ya jubilado: me alegro de que me hagan esa pregunta. Pensaré la respuesta.
Es habitual acordarse de Santa Bárbara cuando truena. Lo cual no deja de ser explicable si se considera el elevado número de preocupaciones y estímulos varios con los que hay bregar en la vida diaria. La tormenta actual es económica y los truenos superan con creces el nivel de decibelios admitido por las legislaciones ambientales, -laxas, demasiado laxas,- relativas al ruido en nuestro país. Otro día hablaré del tema, puesto que guarda relación con otro que ya ha comparecido en este foro: el de la productividad.
Si la tormenta financiera podía haberse previsto es una cuestión que no voy a dirimir aquí. Tampoco voy a volver sobre los pasos de los Ninjas o los Madoffs de turno. Lo que, sin duda, se ha puesto en entredicho es la eficacia de las llamadas agencias de rating, cuando no su connivencia con todos aquellos que han alimentado a la bicha, esto es, la crisis financiera. Hay análisis para todos los gustos.
Este cuaderno de bitácora nació con un claro objetivo didáctico que no conviene olvidar. Por eso, no voy a entrar en valoraciones acerca del papel de estas agencias: me limitaré a exponer qué son y para qué nace el llamado rating. Con el fin de ampliar la panorámica, me subiré a hombros de un gigante: el profesor M. Sesto Pereira y su libro Teoría de la Financiación.
Rating viene a significar “calificación crediticia”. Trata, por ende, de proporcionar una información sobre el nivel de calidad de los prestatarios que acuden a los mercados financieros en busca de recursos. Por ‘calidad’ se entiende en este contexto la capacidad para atender de forma regular y en el tiempo previsto las obligaciones de pago contraídas.
En el fondo, el nacimiento de las agencias de rating surgen de la necesidad de información que los inversores, desconocedores a priori de la situación de las empresas, requieren de la calidad crediticia de los emisores. Y esa necesidad se agudiza por dos fenómenos: el de la desintermediación financiera y el de la titulación que provocan que las empresas sustituyan deuda bancaria por títulos de deuda que colocan en los mercados internacionales. La internacionalización de la empresa, por tanto, provoca que la necesidad de información fidedigna de los inversores sea mayor. Nadie presta su dinero a ciegas y si lo hace, exigirá como contraprestación una rentabilidad muy elevada. Quien asume riesgos elevados lo hace movido por elevadas expectativas de ganancia.
Las agencias de rating prestan, por consiguiente, un servicio: proveen a los inversores de un bien precioso: la información. Pero no sólo los inversores se benefician de sus tareas, los emisores pueden obtener una financiación más barata, debido a que los riesgos de los inversores se reducen al contar con información cierta de los productos. Corolario inevitable de la teoría de la racionalidad del inversor.
Las propias empresas que buscan financiación son las que solicitan y pagan la recalificación por parte de las agencias. Los datos los facilitan las organizaciones y las agencias se reservan el derecho a modificar o retirar un determinado rating si la información recibida de la empresa se modifica. La información ha de ser, por tanto, minuciosa y detallada. El rating no se hace público sin el consentimiento de la empresa para así poder ampliar la información con el fin de mejorar la calificación. Cuanto más alta sea la calificación, evidentemente, mayor facilidad tendrá la empresa para colocar deuda.
Las principales agencias de calificación son Standard & Poor’s y Moody’s en EEUU y IBCA en el Reino Unido. Probablemente, estimados internautas, habrá oído hablar de las tres AAA de S&P (la calificación más alta según esta agencia) cuya adjudicación comporta una capacidad extremadamente elevada de pago de los intereses y del principal. En el extremo contrario se encontrarían los productos financieros calificados con una D, que, en última instancia, son fallidos. Sin llegar a alcanzar esta categoría, se encuentran los C que son indicativos de una calidad crediticia muy baja.
Lo que he explicado es la teoría. La práctica discurre por otros derroteros. ¿Han desempeñado las agencias de rating este idílico papel de protección al inversor, informándole cabalmente de los riegos de los productos que estaba adquiriendo? Como diría un insigne político ya jubilado: me alegro de que me hagan esa pregunta. Pensaré la respuesta.
domingo, 21 de diciembre de 2008
Tengo una casa
“Anche gettarsi in una iniziativa economica , maneggiare terreni e denari era un dovere, un dovere magari meno epico, più prosaico, un dovere borghese; e lui Quinto era appunto un borghese, come gli era potuto venire in mente d’essere altro?” Italo Calvino, La speculazione edilizia.
Mi activo más valioso son mis amigos. Estas declaraciones de principios deberían provocar siempre inquietud en aquellos a los que van dirigidas. Temblad, pues. Espero que no se enfaden si los cito en este cuaderno de bitácora, pero realmente, al margen de otras consideraciones adicionales, el tema de discusión que se suscitó en la comida prenavideña de ayer aúna tres de los ingredientes básicos que me resultan irresistibles en cualquier plato dialógico: economía, ética y medioambiente. Disculpad, chicas, si utilizo esta artera (y quizas inmoral) treta para defender mi posición: no es nada personal: me habéis brindado un tema fantástico. Va por vosotras.
Hablábamos de la manida crisis, -originalidad al poder-, y de los efectos que estaba teniendo sobre las inmobiliarias. Alguien señaló que el cierre de algunas inmobiliarias ha beneficiado a las supervivientes: verdad de Perogrullo, por otro lado, habiendo menos toca a más. La discusión no se originó por esa especie de tautología infantil sino por la constatación de que algunas inmobiliarias habían detectado un movimiento de inversores particulares que comenzaban a adquirir inmuebles con fines especulativos. A río revuelto ganancia de pescadores. He de reconocer que sentí algo semejante a un déjà vu. Me temo que no me convertí en la más popular de la tarde cuando sostuve que esos intereses inversores resultaban inmorales.
Probablemente el adjetivo resulte incómodo. Excesivo. Habrá quien lo juzgue como fuera de contexto. Por eso, en esta entrada de hoy quiero explicar por qué realmente considero que especular con un bien de primera necesidad me parece una inmoralidad. Pese a la limitación del espacio que, inevitablemente, deja escapar muchos matices relevantes. Aunque me quede sola al argumentar.
En los últimos años, se ha producido un fuerte incremento de la demanda de vivienda en nuestro país -como anteriormente sucedió en otros, v.g, Italia, léase La especulación inmobiliaria del gran Italo Calvino- en parte ocasionada por los bajos tipos de interés, inferiores a la tasa de inflación, las facilidades crediticias de las entidades financieras, la ampliación de los plazos de amortización de los préstamos hipotecarios y la presión de la inmigración, contagiada por el lícito deseo de ser propietarios de su propia vivienda. A todas estas causas hay que añadir una que me parece clave para entender cuál es mi tesis: la presencia creciente de ahorradores inversores que comprueban cómo los bajos tipos de interés del mercado no son comparables con las subidas del precio de los bienes inmuebles. Comprar viviendas se convierte en una forma relativamente accesible de rentabilizar los ahorros. De hecho, durante un tiempo se erigió en fuente de pingües beneficios.
Mis alumnos de economía de 1º de Bachillerato conocen de sobra el hecho de que el exceso de demanda provoca una subida de los precios. Si se analiza el fenómeno desde el punto de vista de la oferta, se encuentran recalificaciones de distintos usos del suelo: ingentes superficies son catalogados como suelo urbanizable, provocando el enriquecimiento de un número reducido de pequeños propietarios que experimentan las mieles de la buena venta en propias carnes. La oferta de viviendas para uso individual supera con mucho a la demanda como bien de uso. La vivienda se convierte en un bien de cambio.
El incremento de los precios de las viviendas también es considerable: en torno a un 175% en el periodo comprendido entre 1997 y 2005.Ahora bien, está claro que la condición de posibilidad de la existencia de este tipo de mercado es un sistema crediticio que permita financiar los bienes adquiridos. Aunque no sólo, pues en la vivienda se financia la compra, pero también la promoción y la construcción. Es lo que se denomina Crédito inmobiliario. El endeudamiento de las familias ha sido también espectacular: de tal forma que la relación ahorro inversión que en 1997 ascendía al 4,5% del PIB en 2007 se torna negativa. Este hecho está provocado por el esfuerzo inversor en vivienda en sus modalidades de bien de uso o de inversión. El déficit exterior de balanza por cuenta corriente española refleja el cambio de comportamiento de los hogares españoles, tras la persistencia de unos tipos de interés por debajo de la inflación y de unas elevaciones más que exageradas de los precios de las viviendas.
Además de las facilidades crediticias, hay otro factor que ha de ser tenido en cuenta. Los ayuntamientos han contribuido al problema con las recalificaciones masivas de los suelos con el fin de engrosar las arcas municipales (cuando no las suyas propias). Ahora bien, el hecho de que el suelo sea urbanizable no implica necesariamente que se reduzca su coste. Los propietarios del suelo esperan el momento propicio que suponga la maximización de sus beneficios particulares. Y lo cierto es que la jugada era claramente ventajosa: en 2005 cada metro cuadrado de suelo recalificado de rústico a urbanizable residencial supuso una media de beneficios de 100 euros por metro cuadrado. Ni Madoff y sus piramidales trucos de prestidigitador financiero.
En dicho contexto no es extraño que la actividad productiva se reoriente en la dirección de la construcción, que crezca el déficit de balanza de pagos y que también cambie la composición del poder económico. Una estructura económica presa del ladrillo y que, como en el cuento de los tres cerditos, al primer envite del lobo de la crisis, se cae como un castillo de naipes. Es la famosa cuestión del coste de oportunidad, hay que elegir y elegir supone renunciar. Y las elecciones comportan consecuencias: en última instancia desempleo, corrupción urbanística, negación de la posibilidad de acceso a un bien básico a otros ciudadanos con menores rentas y canalización de los fondos que podrían ser utilizados en otros sectores económicos estratégicos y/o productivos a la producción de bienes de demanda ficticia, sin olvidar los daños ambientales producidos en las áreas costeras.
Después de repasar el elenco de adjetivos a mi disposición para calificar esta situación, no encuentro otro que el de inmoral. Mi proverbial pobreza léxica.
Mi activo más valioso son mis amigos. Estas declaraciones de principios deberían provocar siempre inquietud en aquellos a los que van dirigidas. Temblad, pues. Espero que no se enfaden si los cito en este cuaderno de bitácora, pero realmente, al margen de otras consideraciones adicionales, el tema de discusión que se suscitó en la comida prenavideña de ayer aúna tres de los ingredientes básicos que me resultan irresistibles en cualquier plato dialógico: economía, ética y medioambiente. Disculpad, chicas, si utilizo esta artera (y quizas inmoral) treta para defender mi posición: no es nada personal: me habéis brindado un tema fantástico. Va por vosotras.
Hablábamos de la manida crisis, -originalidad al poder-, y de los efectos que estaba teniendo sobre las inmobiliarias. Alguien señaló que el cierre de algunas inmobiliarias ha beneficiado a las supervivientes: verdad de Perogrullo, por otro lado, habiendo menos toca a más. La discusión no se originó por esa especie de tautología infantil sino por la constatación de que algunas inmobiliarias habían detectado un movimiento de inversores particulares que comenzaban a adquirir inmuebles con fines especulativos. A río revuelto ganancia de pescadores. He de reconocer que sentí algo semejante a un déjà vu. Me temo que no me convertí en la más popular de la tarde cuando sostuve que esos intereses inversores resultaban inmorales.
Probablemente el adjetivo resulte incómodo. Excesivo. Habrá quien lo juzgue como fuera de contexto. Por eso, en esta entrada de hoy quiero explicar por qué realmente considero que especular con un bien de primera necesidad me parece una inmoralidad. Pese a la limitación del espacio que, inevitablemente, deja escapar muchos matices relevantes. Aunque me quede sola al argumentar.
En los últimos años, se ha producido un fuerte incremento de la demanda de vivienda en nuestro país -como anteriormente sucedió en otros, v.g, Italia, léase La especulación inmobiliaria del gran Italo Calvino- en parte ocasionada por los bajos tipos de interés, inferiores a la tasa de inflación, las facilidades crediticias de las entidades financieras, la ampliación de los plazos de amortización de los préstamos hipotecarios y la presión de la inmigración, contagiada por el lícito deseo de ser propietarios de su propia vivienda. A todas estas causas hay que añadir una que me parece clave para entender cuál es mi tesis: la presencia creciente de ahorradores inversores que comprueban cómo los bajos tipos de interés del mercado no son comparables con las subidas del precio de los bienes inmuebles. Comprar viviendas se convierte en una forma relativamente accesible de rentabilizar los ahorros. De hecho, durante un tiempo se erigió en fuente de pingües beneficios.
Mis alumnos de economía de 1º de Bachillerato conocen de sobra el hecho de que el exceso de demanda provoca una subida de los precios. Si se analiza el fenómeno desde el punto de vista de la oferta, se encuentran recalificaciones de distintos usos del suelo: ingentes superficies son catalogados como suelo urbanizable, provocando el enriquecimiento de un número reducido de pequeños propietarios que experimentan las mieles de la buena venta en propias carnes. La oferta de viviendas para uso individual supera con mucho a la demanda como bien de uso. La vivienda se convierte en un bien de cambio.
El incremento de los precios de las viviendas también es considerable: en torno a un 175% en el periodo comprendido entre 1997 y 2005.Ahora bien, está claro que la condición de posibilidad de la existencia de este tipo de mercado es un sistema crediticio que permita financiar los bienes adquiridos. Aunque no sólo, pues en la vivienda se financia la compra, pero también la promoción y la construcción. Es lo que se denomina Crédito inmobiliario. El endeudamiento de las familias ha sido también espectacular: de tal forma que la relación ahorro inversión que en 1997 ascendía al 4,5% del PIB en 2007 se torna negativa. Este hecho está provocado por el esfuerzo inversor en vivienda en sus modalidades de bien de uso o de inversión. El déficit exterior de balanza por cuenta corriente española refleja el cambio de comportamiento de los hogares españoles, tras la persistencia de unos tipos de interés por debajo de la inflación y de unas elevaciones más que exageradas de los precios de las viviendas.
Además de las facilidades crediticias, hay otro factor que ha de ser tenido en cuenta. Los ayuntamientos han contribuido al problema con las recalificaciones masivas de los suelos con el fin de engrosar las arcas municipales (cuando no las suyas propias). Ahora bien, el hecho de que el suelo sea urbanizable no implica necesariamente que se reduzca su coste. Los propietarios del suelo esperan el momento propicio que suponga la maximización de sus beneficios particulares. Y lo cierto es que la jugada era claramente ventajosa: en 2005 cada metro cuadrado de suelo recalificado de rústico a urbanizable residencial supuso una media de beneficios de 100 euros por metro cuadrado. Ni Madoff y sus piramidales trucos de prestidigitador financiero.
En dicho contexto no es extraño que la actividad productiva se reoriente en la dirección de la construcción, que crezca el déficit de balanza de pagos y que también cambie la composición del poder económico. Una estructura económica presa del ladrillo y que, como en el cuento de los tres cerditos, al primer envite del lobo de la crisis, se cae como un castillo de naipes. Es la famosa cuestión del coste de oportunidad, hay que elegir y elegir supone renunciar. Y las elecciones comportan consecuencias: en última instancia desempleo, corrupción urbanística, negación de la posibilidad de acceso a un bien básico a otros ciudadanos con menores rentas y canalización de los fondos que podrían ser utilizados en otros sectores económicos estratégicos y/o productivos a la producción de bienes de demanda ficticia, sin olvidar los daños ambientales producidos en las áreas costeras.
Después de repasar el elenco de adjetivos a mi disposición para calificar esta situación, no encuentro otro que el de inmoral. Mi proverbial pobreza léxica.
sábado, 20 de diciembre de 2008
Una jornada particular
"El mundo recompensa con más frecuencia las apariencias del mérito que el mérito mismo".La Rochefoucauld
Me he descubierto canturreando un estribillo que creía olvidado. "Arriba las vacaciones, abajo el estudiar los libros a los rincones y nosotros a jugar". Permítanme la cursilería nostálgica de citar una canción infantil con la que recibíamos la llegada del descanso trimestral, casi siempre inmerecido. Ahora me encuentro en el otro lado y disfruto igualmente de la perspectiva de unos días de fiesta, aunque no pueda abandonar los libros en los rincones. UNED obliga.
La UNED de mis desvelos y a la que tanto debo. Mi universidad, sin atisbo de duda.
He dudado si salirme del guión económico y escribir esta entrada o no dejar pasar el tema. Al final me he decantado por la primera opción. Lo hago para contestar a los que a través del correo electrónico de este foro me han escrito para felicitarme por el premio. Me hace gracia porque aport una prueba más a favor de Berkeley y la idea de que ser es ser percibido. Sólo lo que se publica o aparece en la televisión existe. Aunque no revista la menor importancia y haya méritos ocultos que nunca merecerán un enhorabuena. Aún y todo, gracias.
Por eso, y para aclarar ciertos extremos voy a protagonizar esta suerte de exhibición impúdica. Porque no es un logro individual. Tiene mucho, muchísimo, de mis compañeros, especialmente de Cristina, Pedro, Eduardo, Isabel, Fran y Gemma. Y de los tutores del Centro Asociado de Pamplona. Y del Colegio Hijas de Jesús, cuyos profesores han aguantado pacientemente mi malhumor en épocas de exámenes. Y de mis alumnos presentes y pasados. Y de los que han estado conmigo acompañándome en alguna etapa. Y de los que están y han estado en todas ellas.
Me pedían una fotografía de la entrega de diplomas. Quienes me conocen saben lo mucho que me disgustan: odio atrapar los instantes, constatar que el tiempo pasa. Pero por vuestra insistencia, ahí van. Sólo dispongo de estas dos. Problemas con la batería; en realidad, encarnaciones modernas de un deus ex machina que resuelve la papeleta. En ambas, estoy muy bien acompañada por Irache y Amaya, Premios Nacionales de Educación y Políticas, respectivamente. Enhorabuena a las dos y un abrazo a todos. Decididamente, fue una jornada particular.
Me he descubierto canturreando un estribillo que creía olvidado. "Arriba las vacaciones, abajo el estudiar los libros a los rincones y nosotros a jugar". Permítanme la cursilería nostálgica de citar una canción infantil con la que recibíamos la llegada del descanso trimestral, casi siempre inmerecido. Ahora me encuentro en el otro lado y disfruto igualmente de la perspectiva de unos días de fiesta, aunque no pueda abandonar los libros en los rincones. UNED obliga.
La UNED de mis desvelos y a la que tanto debo. Mi universidad, sin atisbo de duda.
He dudado si salirme del guión económico y escribir esta entrada o no dejar pasar el tema. Al final me he decantado por la primera opción. Lo hago para contestar a los que a través del correo electrónico de este foro me han escrito para felicitarme por el premio. Me hace gracia porque aport una prueba más a favor de Berkeley y la idea de que ser es ser percibido. Sólo lo que se publica o aparece en la televisión existe. Aunque no revista la menor importancia y haya méritos ocultos que nunca merecerán un enhorabuena. Aún y todo, gracias.
Por eso, y para aclarar ciertos extremos voy a protagonizar esta suerte de exhibición impúdica. Porque no es un logro individual. Tiene mucho, muchísimo, de mis compañeros, especialmente de Cristina, Pedro, Eduardo, Isabel, Fran y Gemma. Y de los tutores del Centro Asociado de Pamplona. Y del Colegio Hijas de Jesús, cuyos profesores han aguantado pacientemente mi malhumor en épocas de exámenes. Y de mis alumnos presentes y pasados. Y de los que han estado conmigo acompañándome en alguna etapa. Y de los que están y han estado en todas ellas.
Me pedían una fotografía de la entrega de diplomas. Quienes me conocen saben lo mucho que me disgustan: odio atrapar los instantes, constatar que el tiempo pasa. Pero por vuestra insistencia, ahí van. Sólo dispongo de estas dos. Problemas con la batería; en realidad, encarnaciones modernas de un deus ex machina que resuelve la papeleta. En ambas, estoy muy bien acompañada por Irache y Amaya, Premios Nacionales de Educación y Políticas, respectivamente. Enhorabuena a las dos y un abrazo a todos. Decididamente, fue una jornada particular.
viernes, 19 de diciembre de 2008
Mejor...¿imposible?
“Si vogliamo che tutto rimanga com´è, bisogna che tutto cambi”. Il gattopardo. Giuseppe Tomasi, principe di Lampedusa (1896-1957)
Tras el descanso de ayer, regreso con ánimos renovados. Se los debo a Madrid. Sin duda, una de esas ciudades que poseen la impagable facultad de levantar los temples, por muy maltrechos o alicaídos que se encuentren. Las ciudades visibles que en la lejanía se tornan invisibles. Hervidero de tipos humanos heterogéneos, de pacífica convivencia y connivencia de cafés demodés y vnguardistas, de librerías de viejo y de grandes almacenes y de anacrónicas escenas desterradas del mundo pamplonés. Todo eso y, de propina, -a veces ocurre, un día espléndido de sol para romper el monocorde gris pamplonés. Aprovecharé el tirón.
En el tren de regreso a Pamplona, todavía contagiada por la energía renovable de este oasis primaveral en un otoño disfrazado de invierno, pensaba en la engañosa sensación de seguridad que proporcionan los lugares conocidos. Sobre todo, para los que vivimos confinados en las lindes de una ciudad pequeña y para los que trabajamos en empresas en las que nos sentimos como en casa. Es, indudablemente, necesario domesticar los espacios, dejar la propia impronta, en definitiva, individualizarlos. Tenemos necesidad de pisar terreno conocido. El problema surge cuando el único terreno que deseamos hollar es el conocido. En ese momento, el punto de vista necesariamente local suele ir ganando terreno hasta convertirse en general, si no en universal. Lo mejor es lo propio. “Como en Navarra, no se come en ninguna parte”, “aquí se vive mejor que en ningún sitio” y otras expresiones semejantes comparecen con naturalidad en las conversaciones cotidianas y, lo que es peor, suscitan general aquiescencia.
Traslademos esta argumentación al mundo empresarial. En la lección introductoria de la asignatura Economía y Organización de Empresas de 2º de Bachillerato se explica al alumnado que la empresa es un sistema abierto. Y lo es porque interactúa con el entorno: influye en él al tiempo que recibe sus influencias. Pero no hay que entender el entorno como una suerte de entelequia. Por el contrario, el entorno tiene que ver, aunque no sólo, con lo concreto: los clientes, los proveedores y las otras empresas. Sostener que las prácticas de una organización son las mejores sin que medie ningún tipo de comparación con una referencia ajena es contraria a este carácter abierto de la empresa.
No me cansaré de repetir que todo este discurso hay que encuadrarlo en un contexto competitivo, imprevisible y turbulento en ocasiones. Este enlace no tiene desperdicio. No entro en este momento a valorar si esta lucha por la “vida” que caracteriza al mundo de los negocios representa un paradigma vital, ni mucho menos, si representa el mejor de los mundos posibles. Sólo afirmo que no es deseable enrocarse en un erróneo autoconcepto y negarse a la evidencia.
Por eso, en las escuelas de negocios se acuñó el término de ‘benchmarking’.
Los habituales conocen de sobra mi propensión a rastrear el origen de los términos que habitualmente se utilizan. De ahí, que me haya resultado sugerente la explicación que la wikipedia ofrece del origen del vocablo inglés. Proviene de las palabras bench (banquillo, mesa) y mark (marca, señal). En la acepción original del inglés la palabra compuesta sin embargo podría traducirse como medida de calidad. El uso del término provendría de la Inglaterra del siglo XIX, cuando los agrimensores hacían un corte o marca en una piedra o en un muro para medir la altura o nivel de una extensión de tierra. El corte servía para asegurar un soporte llamado 'bench', sobre el cual luego se apoyaba el instrumento de medición, en consecuencia, todas las mediciones posteriores estaban hechas por la posición y altura de dicha marca.
El benchmarking es, por tanto, una suerte de metro de platino iridiado. Un referente a partir del cual juzgar la propia situación. Por tanto, podría asegurarse que consiste en analizar las mejores prácticas existentes en la industria y servicios y, de esa manera, usarlas como referencia para la mejora de la propia empresa.
En el fondo, hacer uso de esta técnica supone admitir que las prácticas, sistemas organizativos, productos o cualquier otra característica de la propia organización pueden ser mejoradas, ergo no son perfectas. Implica una especie de humildad subyacente a toda actividad humana, condición necesaria, aunque no suficiente, para mejorar. Sólo quien se sabe imperfecto puede aspirar a la perfección. Traducción del “sólo sé que no sé nada” socrático que, no comporta la negación de todo saber –se sabe que no se sabe- pero también la admisión de que se está en una situación vicaria, menesterosa que necesita ser perfeccionada.La mayéutica aplicada a los negocios.
Sin embargo, el benchmarking, en tanto que procedimiento empresarial, no se lleva a cabo de forma intuitiva. Se habla de técnicas de comparación. Habitualmente se suelen distinguir cuatro fases. La primera de ellas reside en la selección de las variables significativas en las que se va a basar el análisis. ¿Qué es lo que ha de ser mejorado? La segunda radicaría en la identificación de “los mejores de la clase” para cada variable. No todas las organizaciones realizan excelentemente todas sus tareas o funciones: de hecho, lo normal es que sobresalgan en algunas y hayan de mejorar en otras. Se trata de medirse con respecto a aquellas prácticas que se realizan bien. Si se desea aprobar un examen, no se copia al más torpe, sino al primero de la clase. La tercera fase compara las prácticas propias con las de éstos. Y como consecuencia de esa comparación, habría que definir los aspectos mejorables.
Pero el benchmarking no sólo se utiliza en el mundo de la empresa. Esta técnica se emplea cada vez más para mejorar prácticas políticas o económicas. Como ejemplo, la Comisión Europea ha puesto en práctica un proceso de “benchmarking” para determinar las mejores prácticas relativas a las políticas de I+D e innovación tecnológica en las organizaciones europeas.
Es posible mejorar, siempre que se conozca qué es mejor. El reto está en encontrar las razones para hacerlo. Y ahí no hay técnica que valga. O, tal vez, sólo el consejo de Lampedusa: si se quiere que todo permanezca como está, hay que cambiarlo todo.
Tras el descanso de ayer, regreso con ánimos renovados. Se los debo a Madrid. Sin duda, una de esas ciudades que poseen la impagable facultad de levantar los temples, por muy maltrechos o alicaídos que se encuentren. Las ciudades visibles que en la lejanía se tornan invisibles. Hervidero de tipos humanos heterogéneos, de pacífica convivencia y connivencia de cafés demodés y vnguardistas, de librerías de viejo y de grandes almacenes y de anacrónicas escenas desterradas del mundo pamplonés. Todo eso y, de propina, -a veces ocurre, un día espléndido de sol para romper el monocorde gris pamplonés. Aprovecharé el tirón.
En el tren de regreso a Pamplona, todavía contagiada por la energía renovable de este oasis primaveral en un otoño disfrazado de invierno, pensaba en la engañosa sensación de seguridad que proporcionan los lugares conocidos. Sobre todo, para los que vivimos confinados en las lindes de una ciudad pequeña y para los que trabajamos en empresas en las que nos sentimos como en casa. Es, indudablemente, necesario domesticar los espacios, dejar la propia impronta, en definitiva, individualizarlos. Tenemos necesidad de pisar terreno conocido. El problema surge cuando el único terreno que deseamos hollar es el conocido. En ese momento, el punto de vista necesariamente local suele ir ganando terreno hasta convertirse en general, si no en universal. Lo mejor es lo propio. “Como en Navarra, no se come en ninguna parte”, “aquí se vive mejor que en ningún sitio” y otras expresiones semejantes comparecen con naturalidad en las conversaciones cotidianas y, lo que es peor, suscitan general aquiescencia.
Traslademos esta argumentación al mundo empresarial. En la lección introductoria de la asignatura Economía y Organización de Empresas de 2º de Bachillerato se explica al alumnado que la empresa es un sistema abierto. Y lo es porque interactúa con el entorno: influye en él al tiempo que recibe sus influencias. Pero no hay que entender el entorno como una suerte de entelequia. Por el contrario, el entorno tiene que ver, aunque no sólo, con lo concreto: los clientes, los proveedores y las otras empresas. Sostener que las prácticas de una organización son las mejores sin que medie ningún tipo de comparación con una referencia ajena es contraria a este carácter abierto de la empresa.
No me cansaré de repetir que todo este discurso hay que encuadrarlo en un contexto competitivo, imprevisible y turbulento en ocasiones. Este enlace no tiene desperdicio. No entro en este momento a valorar si esta lucha por la “vida” que caracteriza al mundo de los negocios representa un paradigma vital, ni mucho menos, si representa el mejor de los mundos posibles. Sólo afirmo que no es deseable enrocarse en un erróneo autoconcepto y negarse a la evidencia.
Por eso, en las escuelas de negocios se acuñó el término de ‘benchmarking’.
Los habituales conocen de sobra mi propensión a rastrear el origen de los términos que habitualmente se utilizan. De ahí, que me haya resultado sugerente la explicación que la wikipedia ofrece del origen del vocablo inglés. Proviene de las palabras bench (banquillo, mesa) y mark (marca, señal). En la acepción original del inglés la palabra compuesta sin embargo podría traducirse como medida de calidad. El uso del término provendría de la Inglaterra del siglo XIX, cuando los agrimensores hacían un corte o marca en una piedra o en un muro para medir la altura o nivel de una extensión de tierra. El corte servía para asegurar un soporte llamado 'bench', sobre el cual luego se apoyaba el instrumento de medición, en consecuencia, todas las mediciones posteriores estaban hechas por la posición y altura de dicha marca.
El benchmarking es, por tanto, una suerte de metro de platino iridiado. Un referente a partir del cual juzgar la propia situación. Por tanto, podría asegurarse que consiste en analizar las mejores prácticas existentes en la industria y servicios y, de esa manera, usarlas como referencia para la mejora de la propia empresa.
En el fondo, hacer uso de esta técnica supone admitir que las prácticas, sistemas organizativos, productos o cualquier otra característica de la propia organización pueden ser mejoradas, ergo no son perfectas. Implica una especie de humildad subyacente a toda actividad humana, condición necesaria, aunque no suficiente, para mejorar. Sólo quien se sabe imperfecto puede aspirar a la perfección. Traducción del “sólo sé que no sé nada” socrático que, no comporta la negación de todo saber –se sabe que no se sabe- pero también la admisión de que se está en una situación vicaria, menesterosa que necesita ser perfeccionada.La mayéutica aplicada a los negocios.
Sin embargo, el benchmarking, en tanto que procedimiento empresarial, no se lleva a cabo de forma intuitiva. Se habla de técnicas de comparación. Habitualmente se suelen distinguir cuatro fases. La primera de ellas reside en la selección de las variables significativas en las que se va a basar el análisis. ¿Qué es lo que ha de ser mejorado? La segunda radicaría en la identificación de “los mejores de la clase” para cada variable. No todas las organizaciones realizan excelentemente todas sus tareas o funciones: de hecho, lo normal es que sobresalgan en algunas y hayan de mejorar en otras. Se trata de medirse con respecto a aquellas prácticas que se realizan bien. Si se desea aprobar un examen, no se copia al más torpe, sino al primero de la clase. La tercera fase compara las prácticas propias con las de éstos. Y como consecuencia de esa comparación, habría que definir los aspectos mejorables.
Pero el benchmarking no sólo se utiliza en el mundo de la empresa. Esta técnica se emplea cada vez más para mejorar prácticas políticas o económicas. Como ejemplo, la Comisión Europea ha puesto en práctica un proceso de “benchmarking” para determinar las mejores prácticas relativas a las políticas de I+D e innovación tecnológica en las organizaciones europeas.
Es posible mejorar, siempre que se conozca qué es mejor. El reto está en encontrar las razones para hacerlo. Y ahí no hay técnica que valga. O, tal vez, sólo el consejo de Lampedusa: si se quiere que todo permanezca como está, hay que cambiarlo todo.
miércoles, 17 de diciembre de 2008
Cuento de invierno
En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño;
entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos, mírame con su mirar risueño
,y en tanto cae la nieve del cielo de París.
(Rubén Darío, De invierno)
Debe de ser el tiempo. El climatológico y el otro. El que pesa. Hoy me siento muy perezosa y de hecho, he tenido tentaciones de interrumpir mi contacto con ustedes, queridos internautas. Sin embargo, las relaciones epistolares mantenidas en el tiempo acaban creando adicción y ésta, indudablemente, no iba a ser la excepción. Mañana no estaré tampoco presente y dos días se convierten en demasiado tiempo.
En realidad, hoy suspendo en productividad, concepto que pasa por ser un clásico de las clases de economía de Bachillerato, del discurso político y hasta de la Asociación para la racionalización de los horarios que pretende cambiar los inveterados hábitos hispanos y convertir a los noctámbulos españoles en plácidos soñadores. No les falta razón, porque el descanso adecuado es la condición sine qua non de la productividad.
Vuelvo a las andadas. A las mías propias. El concepto de 'productividad'. La productividad según el diccionario de la RAE es "la relación entre lo producido y los medios empleados, tales como mano de obra, materiales, energía, etc". Y aporta un sencillo ejemplo para clarificar el término: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora. Definición clarificadora. Los economistas hablan de inputs y outputs: de esa forma, expresa la relación que existe entre la cantidad de output obtenido y los inputs utilizados en el proceso.
No hay que olvidar que el proceso de producción consiste fundamentalmente en combinar capital y trabajo para conseguir un producto final. Por tanto, cuanto mejor es la calidad de ambos factores, más productividad se puede obtener. Pero la responsabilidad de combinar de una determinada forma, -que me perdonen los ingenieros-, el capital y el trabajo, que constituye la función propia de los directivos, es también un factor que favorece y posibilita los incrementos de productividad. De ahí, que haya que recalcar una idea básica y fundamental que nunca debe perderse de vista: los directivos constituyen un factor de producción más, además de los clásicos tierra, trabajo y capital. De nuevo, una idea fundamental asoma entre toda la terminología productiva: el factor más importante es el humano. Aunque a veces se olvide.
En última instancia, incrementar la productividad implica obtener una mayor cantidad de producto utilizando las mismas cantidades que antes de la mejora, o bien, obtener la misma cantidad de output aplicando en el proceso de producción menos cantidad de inputs que la que antes era necesaria. Una combinación determinada de capital y trabajo generará mayor productividad en la medida en que sea más eficiente. Además, la mejora de la productividad propicia un incremento de la remuneración de los factores que intervienen en el proceso de producción y, con ello, la posibilidad de compensar mejor a los grupos humanos que prestan su colaboración a la empresa. Todo ello redundará en un aumento del bienestar económico de la población. Esa mejora depende, por consiguiente, de la pericia y formación de los gestores del área funcional de producción.
La importancia económica de la productividad tiene su origen en la idea de que incrementar la productividad equivale a mejorar la competitividad de la empresa. Además, si se incrementa la productividad de forma generalizada en el tejido productivo de un país, mejora la posición relativa de dicho país. Como se apreciará, todo forma parte del mismo entramado: una economía de mercado altamente competitiva en la que el incremento de la productividad se constituye en salvavidas en épocas de crisis.
El incremento de la productividad constituye por tanto un objetivo económico de primer orden. Existen factores que condicionan la consecución de esta meta: la calidad y disponibilidad de los recursos naturales, la estructura de la industria y la existencia de barreras de entrada, la tecnología, la cualificación de los trabajadores, el entorno macroeconómico y el microeconómico influyen y causan que de hecho se consiga una mayor o menor productividad.
Acabo. Me invade el dulce sueño, pero no soy Carolina, ni tengo abrigo de marta cibelina, ni jarra de porcelana china, ni fuego en el salón. A pesar de todo, dejen su abrigo gris, acomódense. Fuera hace frío.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño;
entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos, mírame con su mirar risueño
,y en tanto cae la nieve del cielo de París.
(Rubén Darío, De invierno)
Debe de ser el tiempo. El climatológico y el otro. El que pesa. Hoy me siento muy perezosa y de hecho, he tenido tentaciones de interrumpir mi contacto con ustedes, queridos internautas. Sin embargo, las relaciones epistolares mantenidas en el tiempo acaban creando adicción y ésta, indudablemente, no iba a ser la excepción. Mañana no estaré tampoco presente y dos días se convierten en demasiado tiempo.
En realidad, hoy suspendo en productividad, concepto que pasa por ser un clásico de las clases de economía de Bachillerato, del discurso político y hasta de la Asociación para la racionalización de los horarios que pretende cambiar los inveterados hábitos hispanos y convertir a los noctámbulos españoles en plácidos soñadores. No les falta razón, porque el descanso adecuado es la condición sine qua non de la productividad.
Vuelvo a las andadas. A las mías propias. El concepto de 'productividad'. La productividad según el diccionario de la RAE es "la relación entre lo producido y los medios empleados, tales como mano de obra, materiales, energía, etc". Y aporta un sencillo ejemplo para clarificar el término: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora. Definición clarificadora. Los economistas hablan de inputs y outputs: de esa forma, expresa la relación que existe entre la cantidad de output obtenido y los inputs utilizados en el proceso.
No hay que olvidar que el proceso de producción consiste fundamentalmente en combinar capital y trabajo para conseguir un producto final. Por tanto, cuanto mejor es la calidad de ambos factores, más productividad se puede obtener. Pero la responsabilidad de combinar de una determinada forma, -que me perdonen los ingenieros-, el capital y el trabajo, que constituye la función propia de los directivos, es también un factor que favorece y posibilita los incrementos de productividad. De ahí, que haya que recalcar una idea básica y fundamental que nunca debe perderse de vista: los directivos constituyen un factor de producción más, además de los clásicos tierra, trabajo y capital. De nuevo, una idea fundamental asoma entre toda la terminología productiva: el factor más importante es el humano. Aunque a veces se olvide.
En última instancia, incrementar la productividad implica obtener una mayor cantidad de producto utilizando las mismas cantidades que antes de la mejora, o bien, obtener la misma cantidad de output aplicando en el proceso de producción menos cantidad de inputs que la que antes era necesaria. Una combinación determinada de capital y trabajo generará mayor productividad en la medida en que sea más eficiente. Además, la mejora de la productividad propicia un incremento de la remuneración de los factores que intervienen en el proceso de producción y, con ello, la posibilidad de compensar mejor a los grupos humanos que prestan su colaboración a la empresa. Todo ello redundará en un aumento del bienestar económico de la población. Esa mejora depende, por consiguiente, de la pericia y formación de los gestores del área funcional de producción.
La importancia económica de la productividad tiene su origen en la idea de que incrementar la productividad equivale a mejorar la competitividad de la empresa. Además, si se incrementa la productividad de forma generalizada en el tejido productivo de un país, mejora la posición relativa de dicho país. Como se apreciará, todo forma parte del mismo entramado: una economía de mercado altamente competitiva en la que el incremento de la productividad se constituye en salvavidas en épocas de crisis.
El incremento de la productividad constituye por tanto un objetivo económico de primer orden. Existen factores que condicionan la consecución de esta meta: la calidad y disponibilidad de los recursos naturales, la estructura de la industria y la existencia de barreras de entrada, la tecnología, la cualificación de los trabajadores, el entorno macroeconómico y el microeconómico influyen y causan que de hecho se consiga una mayor o menor productividad.
Acabo. Me invade el dulce sueño, pero no soy Carolina, ni tengo abrigo de marta cibelina, ni jarra de porcelana china, ni fuego en el salón. A pesar de todo, dejen su abrigo gris, acomódense. Fuera hace frío.
martes, 16 de diciembre de 2008
Historias de Tokio
"La mayoría de la gente joven que consigue trabajo en empresas, se convierten e hombres de empresa. Yo quiero ser independiente". (Haruki Murakami)
¿Sólo se ama lo que se conoce o sólo se conoce lo que se ama? Complicada disyuntiva que algunos manuales atribuyen a Platón y Aristóteles. No he comprobado si la atribución es real, porque mi intención va por otro lado: el de las trampas de la disyunción exclusiva. No se puede amar lo que no se conoce en absoluto, pero no se quiere seguir conociendo si no se ama. Aplicable a todas los intrincadas rutas de nuestras vacaciones en el mundo. Es difícil sustraerse a las propias coordenadas espacio temporales: a la tentación de pensar que la cultura propia es, no ya la única, sino la que de forma más acertada encarna lo que debe ser 'la humanidad'. Ancestral y universal engaño del nosotros y ellos. Porque la humanidad, como el ente aristotélico, se dice de muchas maneras. La lógica binaria, tan en boga hoy en día, llevaría entonces a defender el relativismo cultural. Otra trampa sintáctica: uniformismo o relativismo sin matices. La humanidad se dice de muchas maneras, pero, en última instancia, es humandad. Es posible, deseable y exigible llegar a un consenso más allá de la diferencia. Los mínimos éticos y los derechos humanos son su base. Pero, una vez más, no es el tema.
Nunca me había atraído demasiado la cultura oriental. Europa definía las fronteras de mi estrecho mundo, de mi eurocentrismo inconfeso pero latente. Pero mi percepción de la “realidad oriental” ha cambiado a raíz de algunos encuentros buscados ma non troppo: la lectura de La novela de Genji, milagro literario el siglo XI escrito por una mujer, Murasaki Shikibu, y mi viaje relámpago a China. Allí pude conocer a vista de pájaro, -no creo que sea lícito establecer leyes generales a partir de una observación mínima, reducida y mediatizada-, la cultura china y reconozco que me impresionó. Paseo nocturno por Shangai o puesta entre paréntesis del ego europeo. Mi próximo objetivo es, sin duda, Japón. Quizás alimente también mi querencia por este país mi actual lectura. Una amiga -muchas gracias, Naty- me prestó un libro del ya citado en esta página, Haruki Murakami. Todo un descubrimiento tardío. Conocer para amar y amar para conocer.
Es, por tanto, el destino de mi viaje nocturno de hoy. El matutino, la clase de 2º de Bachillerato, nos ha llevado a analizar el sistema Just in Time, uno de los más refinados producto de la factoría Toyota. Más allá de los tópicos, me gustaría dedicar la entrada de hoy a presentar, grosso modo, la interesante organización empresarial de las compañías japonesas. A quien desee profundizar en el JIT le recomiendo pinchar en el enlace anterior. La confesión previa es que mi conocimiento del tema es libresco: no conozco la realidad de primera mano. Por ello, me subiré a hombros de otro gigante la Historia económica de la empresa, de Jesús Mª Valdaliso.
Si por algo se han caracterizado las empresas japonesas es por el hecho de que han sabido tejer redes complejas y simultáneamente descentralizadas. Si se analiza la trama de estas redes se descubren varios niveles. Un primer nivel lo constituyen las fábricas en las que se realiza la actividad de investigación y desarrollo (no hay que olvidar que Japón es uno de los países que más patentes registra al año), la producción y el marketing. Éstas coordinan su producción a través de una gran empresa que tiene relaciones de casi integración con gran número de pequeñas empresas que, a su vez, establecen relaciones comerciales con otras empresas a través de acuerdos a largo plazo de cooperación. Esas alianzas facilitan el intercambio de conocimientos y la coordinación.
Esta estructura en red se encuentra fuertemente jerarquizada, aunque sin llegar a constituirse como una integración vertical, teniendo a la cabeza un grupo de filiales centrales de la casa matriz. En un segundo plano se situarían las empresas con las que se establece una relación tipo keiretsu y a un nivel inferior están los subcontratistas principales que, a su vez, pueden subcontratar parte de su producción. Evidentemente la red no puede ampliarse indefinidamente dado el alto grado de coordinación existente entre todos los niveles. Además, este tipo de red depende de un equilibrio entre el número de proveedores y el grado de integración en la cooperación que es máximo sin llegar a la integración vertical y todos los problemas que lleva aparejados.
Las ventajas de esta estructura son innegables en la medida en que posibilitan que se desarrollen economías de escala, reduciéndose los costes de producción y transacción de la empresa organizada en red. Pero lo que me parece que es una de las características que refleja el carácter japonés es la relación de confianza en la que se asienta. El principio de competencia, asimismo, se atenúa con la colaboración. En el fondo, todas las empresas están vinculadas por una trama común que permite que todas se integren en una red, conservando sin embargo, su independencia.
Este es el caldo de cultivo en el que se materializa el JIT. Este modelo nace de Toyota, que, con su sistema de existencias de minutos en las fábricas de montaje de Toyota City en la ciudad de Nagoya, supuso el establecimiento de una gran red a través de un proceso sencillo. Una red de ocho filiales encargadas del ensamblaje de una parte de sus vehículos les permitió ajustar con más flexibilidad su producción a los cambios de mercado.
Sin embargo, la estrategia JIT no está exenta de problemas: agrava los problemas de tráfico en las grandes áreas urbanas, la práctica kanban no es válida para proveedores situados a larga distancia pues requiere disponer de una oferta de proveedores cualificados muy amplia. Además la gran variedad de productos y su rápido reemplazo incrementa la presión sobre los proveedores y el coste para los fabricantes.
Toda cara tiene su cruz. Para que exista occidente, ha de haber un oriente. El resto son fronteras, probablemente invisibles.
¿Sólo se ama lo que se conoce o sólo se conoce lo que se ama? Complicada disyuntiva que algunos manuales atribuyen a Platón y Aristóteles. No he comprobado si la atribución es real, porque mi intención va por otro lado: el de las trampas de la disyunción exclusiva. No se puede amar lo que no se conoce en absoluto, pero no se quiere seguir conociendo si no se ama. Aplicable a todas los intrincadas rutas de nuestras vacaciones en el mundo. Es difícil sustraerse a las propias coordenadas espacio temporales: a la tentación de pensar que la cultura propia es, no ya la única, sino la que de forma más acertada encarna lo que debe ser 'la humanidad'. Ancestral y universal engaño del nosotros y ellos. Porque la humanidad, como el ente aristotélico, se dice de muchas maneras. La lógica binaria, tan en boga hoy en día, llevaría entonces a defender el relativismo cultural. Otra trampa sintáctica: uniformismo o relativismo sin matices. La humanidad se dice de muchas maneras, pero, en última instancia, es humandad. Es posible, deseable y exigible llegar a un consenso más allá de la diferencia. Los mínimos éticos y los derechos humanos son su base. Pero, una vez más, no es el tema.
Nunca me había atraído demasiado la cultura oriental. Europa definía las fronteras de mi estrecho mundo, de mi eurocentrismo inconfeso pero latente. Pero mi percepción de la “realidad oriental” ha cambiado a raíz de algunos encuentros buscados ma non troppo: la lectura de La novela de Genji, milagro literario el siglo XI escrito por una mujer, Murasaki Shikibu, y mi viaje relámpago a China. Allí pude conocer a vista de pájaro, -no creo que sea lícito establecer leyes generales a partir de una observación mínima, reducida y mediatizada-, la cultura china y reconozco que me impresionó. Paseo nocturno por Shangai o puesta entre paréntesis del ego europeo. Mi próximo objetivo es, sin duda, Japón. Quizás alimente también mi querencia por este país mi actual lectura. Una amiga -muchas gracias, Naty- me prestó un libro del ya citado en esta página, Haruki Murakami. Todo un descubrimiento tardío. Conocer para amar y amar para conocer.
Es, por tanto, el destino de mi viaje nocturno de hoy. El matutino, la clase de 2º de Bachillerato, nos ha llevado a analizar el sistema Just in Time, uno de los más refinados producto de la factoría Toyota. Más allá de los tópicos, me gustaría dedicar la entrada de hoy a presentar, grosso modo, la interesante organización empresarial de las compañías japonesas. A quien desee profundizar en el JIT le recomiendo pinchar en el enlace anterior. La confesión previa es que mi conocimiento del tema es libresco: no conozco la realidad de primera mano. Por ello, me subiré a hombros de otro gigante la Historia económica de la empresa, de Jesús Mª Valdaliso.
Si por algo se han caracterizado las empresas japonesas es por el hecho de que han sabido tejer redes complejas y simultáneamente descentralizadas. Si se analiza la trama de estas redes se descubren varios niveles. Un primer nivel lo constituyen las fábricas en las que se realiza la actividad de investigación y desarrollo (no hay que olvidar que Japón es uno de los países que más patentes registra al año), la producción y el marketing. Éstas coordinan su producción a través de una gran empresa que tiene relaciones de casi integración con gran número de pequeñas empresas que, a su vez, establecen relaciones comerciales con otras empresas a través de acuerdos a largo plazo de cooperación. Esas alianzas facilitan el intercambio de conocimientos y la coordinación.
Esta estructura en red se encuentra fuertemente jerarquizada, aunque sin llegar a constituirse como una integración vertical, teniendo a la cabeza un grupo de filiales centrales de la casa matriz. En un segundo plano se situarían las empresas con las que se establece una relación tipo keiretsu y a un nivel inferior están los subcontratistas principales que, a su vez, pueden subcontratar parte de su producción. Evidentemente la red no puede ampliarse indefinidamente dado el alto grado de coordinación existente entre todos los niveles. Además, este tipo de red depende de un equilibrio entre el número de proveedores y el grado de integración en la cooperación que es máximo sin llegar a la integración vertical y todos los problemas que lleva aparejados.
Las ventajas de esta estructura son innegables en la medida en que posibilitan que se desarrollen economías de escala, reduciéndose los costes de producción y transacción de la empresa organizada en red. Pero lo que me parece que es una de las características que refleja el carácter japonés es la relación de confianza en la que se asienta. El principio de competencia, asimismo, se atenúa con la colaboración. En el fondo, todas las empresas están vinculadas por una trama común que permite que todas se integren en una red, conservando sin embargo, su independencia.
Este es el caldo de cultivo en el que se materializa el JIT. Este modelo nace de Toyota, que, con su sistema de existencias de minutos en las fábricas de montaje de Toyota City en la ciudad de Nagoya, supuso el establecimiento de una gran red a través de un proceso sencillo. Una red de ocho filiales encargadas del ensamblaje de una parte de sus vehículos les permitió ajustar con más flexibilidad su producción a los cambios de mercado.
Sin embargo, la estrategia JIT no está exenta de problemas: agrava los problemas de tráfico en las grandes áreas urbanas, la práctica kanban no es válida para proveedores situados a larga distancia pues requiere disponer de una oferta de proveedores cualificados muy amplia. Además la gran variedad de productos y su rápido reemplazo incrementa la presión sobre los proveedores y el coste para los fabricantes.
Toda cara tiene su cruz. Para que exista occidente, ha de haber un oriente. El resto son fronteras, probablemente invisibles.
lunes, 15 de diciembre de 2008
El tercer hombre
"Esto es el oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, se escribe sobre la leyenda".(De El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford)
Pongamos que hablo de Ford. No precisamente de John Ford, -aunque también-, cineasta que ha sido citado en este foro, y a quien debo muchas tardes de auténtico deleite. Tras su aparente simplicidad, bienaventurados los sencillos, podría incluso hacer extensiva a su persona la sentencia que Nietzsche dedica a Dostoievski en El crepúsculo de los ídolos, " el único psicólogo, dicho sea de paso, del que yo he tenido que aprender algo: él es uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida...". Bienaventurados los sutiles. Una de mis películas favoritas es El hombre que mató a Liberty Valance. Me pasa con pocas películas, pero ésta, sin duda, reúne gran número de esas imágenes que quedan grabadas a fuego en la retina. Como la mirada de Wayne contemplando el incendio de su vida. Pero ése es indudablemente otro tema.
Yo quería hablar de otro Ford. Henry. Hoy en día más conocido que el propio director. Intuyo que no per se, sino por la marca con la que bautizó sus automóviles. Y lo traigo a colación porque hoy he comenzado con mis alumnos de 2º de Bachillerato a analizar el interesante tema de la función de producción de la empresa.
El apellido de Ford, -de éste Ford- va inextricablemente asociado al de Taylor. De hecho se suele hablar de taylorismo y fordismo. Ambos representan el estereotipo americano del self made man, el hombre que de la nada construye un imperio: Bien es cierto que la encarnación de este Prometeo moderno es más nítida en el caso de Ford que en el de Taylor.
El segundo hombre de hoy, Frederick Winslow Taylor (1856-1915), comenzó a trabajar de aprendiz en un taller; posteriormente cambió de empleó y finalizó estudios de ingeniería. Taylor, que por algo fue cocinero antes que fraile, sospechaba que la productividad en las fábricas era bastante inferior a la esperable. El verdadero mal que había que combatir era el derroche del tiempo y la pereza inherentes al género humano. En última instancia, el enemigo habita en nosotros. Por eso, realizó las primeras mediciones de tiempos de la época que fueron contrastadas con tiempos predeterminados, tomando como referencia los invertidos por obreros capacitados por la realización de esos trabajos. Su visión del ser humano, que no hace demasiadas concesiones al optimismo, le lleva a afirmar que los óptimos de productividad pueden alcanzarse mediante un sistema de retribuciones equiparable al esfuerzo realizado. La avaricia infinita del ser humano así lo demanda: el salario se erige en elemento motivador par excellence.
Henry Ford (1863-1947), el auténtico tercer hombre, tuvo una trayectoria bastante similar a la de Taylor. Comenzó trabajando de aprendiz en una fábrica. Sus capacidades, su carácter emprendedor y su iniciativa provocaron que fuese ascendido y nombrado ingeniero de la Edison Iluminating Co. Circulan una serie de leyendas, que no he podido confirmar, pero que mencioó para que el lector juzgue por sí mismo, en torno a sus habilidades. Se cuenta que construyó su primer automóvil por piezas, un coche con motor de cuatro tiempos refrigerado por agua: algo verdaderamente revolucionario en su época.
Pero lo que, sin duda, lo convierte en meritorio poseedor de un lugar privilegiado en el Olimpo de los Emprendedores, cuyo Zeus actual se llama Bill Gates, es su impulso a lo que hoy se conoce como 'consumo de masas'. Ford fue ardiente defensor de la fabricación del coche para y por el pueblo. La democracia entendida como capacidad de consumo, en contra de la corriente de opinión de los años 20 que defendía un consumo ostensivo, esto es, como símbolo de poder y refinamiento. Para ello, y este es precisamente el punto en el que nos hemos quedado en clase de 2º de Bachillerato, ideó cadenas de producción con la máxima simplificación de tareas, evitando los movimientos rutinarios para reducir costes. Aplicando, de alguna forma, los dogmas taylorianos. Con él nació la producción en serie y las cadenas de montaje, que tan brillantemente fueron satirizadas por Charles Chaplin en la que para mí (junto con el Gran Dictador, imprescindible la escena en la que juega con el mundo convertido en inocente globo) es su mejor película Tiempos modernos. Volveré sobre el tema.
El sueño americano convertido en leyenda. Aunque a veces el trabajo en la cadena se parezca más a una pesadilla. A mayor gloria del consumo. Felices compras.
Pongamos que hablo de Ford. No precisamente de John Ford, -aunque también-, cineasta que ha sido citado en este foro, y a quien debo muchas tardes de auténtico deleite. Tras su aparente simplicidad, bienaventurados los sencillos, podría incluso hacer extensiva a su persona la sentencia que Nietzsche dedica a Dostoievski en El crepúsculo de los ídolos, " el único psicólogo, dicho sea de paso, del que yo he tenido que aprender algo: él es uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida...". Bienaventurados los sutiles. Una de mis películas favoritas es El hombre que mató a Liberty Valance. Me pasa con pocas películas, pero ésta, sin duda, reúne gran número de esas imágenes que quedan grabadas a fuego en la retina. Como la mirada de Wayne contemplando el incendio de su vida. Pero ése es indudablemente otro tema.
Yo quería hablar de otro Ford. Henry. Hoy en día más conocido que el propio director. Intuyo que no per se, sino por la marca con la que bautizó sus automóviles. Y lo traigo a colación porque hoy he comenzado con mis alumnos de 2º de Bachillerato a analizar el interesante tema de la función de producción de la empresa.
El apellido de Ford, -de éste Ford- va inextricablemente asociado al de Taylor. De hecho se suele hablar de taylorismo y fordismo. Ambos representan el estereotipo americano del self made man, el hombre que de la nada construye un imperio: Bien es cierto que la encarnación de este Prometeo moderno es más nítida en el caso de Ford que en el de Taylor.
El segundo hombre de hoy, Frederick Winslow Taylor (1856-1915), comenzó a trabajar de aprendiz en un taller; posteriormente cambió de empleó y finalizó estudios de ingeniería. Taylor, que por algo fue cocinero antes que fraile, sospechaba que la productividad en las fábricas era bastante inferior a la esperable. El verdadero mal que había que combatir era el derroche del tiempo y la pereza inherentes al género humano. En última instancia, el enemigo habita en nosotros. Por eso, realizó las primeras mediciones de tiempos de la época que fueron contrastadas con tiempos predeterminados, tomando como referencia los invertidos por obreros capacitados por la realización de esos trabajos. Su visión del ser humano, que no hace demasiadas concesiones al optimismo, le lleva a afirmar que los óptimos de productividad pueden alcanzarse mediante un sistema de retribuciones equiparable al esfuerzo realizado. La avaricia infinita del ser humano así lo demanda: el salario se erige en elemento motivador par excellence.
Henry Ford (1863-1947), el auténtico tercer hombre, tuvo una trayectoria bastante similar a la de Taylor. Comenzó trabajando de aprendiz en una fábrica. Sus capacidades, su carácter emprendedor y su iniciativa provocaron que fuese ascendido y nombrado ingeniero de la Edison Iluminating Co. Circulan una serie de leyendas, que no he podido confirmar, pero que mencioó para que el lector juzgue por sí mismo, en torno a sus habilidades. Se cuenta que construyó su primer automóvil por piezas, un coche con motor de cuatro tiempos refrigerado por agua: algo verdaderamente revolucionario en su época.
Pero lo que, sin duda, lo convierte en meritorio poseedor de un lugar privilegiado en el Olimpo de los Emprendedores, cuyo Zeus actual se llama Bill Gates, es su impulso a lo que hoy se conoce como 'consumo de masas'. Ford fue ardiente defensor de la fabricación del coche para y por el pueblo. La democracia entendida como capacidad de consumo, en contra de la corriente de opinión de los años 20 que defendía un consumo ostensivo, esto es, como símbolo de poder y refinamiento. Para ello, y este es precisamente el punto en el que nos hemos quedado en clase de 2º de Bachillerato, ideó cadenas de producción con la máxima simplificación de tareas, evitando los movimientos rutinarios para reducir costes. Aplicando, de alguna forma, los dogmas taylorianos. Con él nació la producción en serie y las cadenas de montaje, que tan brillantemente fueron satirizadas por Charles Chaplin en la que para mí (junto con el Gran Dictador, imprescindible la escena en la que juega con el mundo convertido en inocente globo) es su mejor película Tiempos modernos. Volveré sobre el tema.
El sueño americano convertido en leyenda. Aunque a veces el trabajo en la cadena se parezca más a una pesadilla. A mayor gloria del consumo. Felices compras.
domingo, 14 de diciembre de 2008
La gran ilusión
"Nihil novum sub sole" (Eclesiastés)
Las noticias económicas en ocasiones comparten argumento con o, incluso, se alquilan como musas, con caché de bienes libres, a los más famosos culebrones. Géneros difusos, tomando la expresión prestada a Clifford Geertz. El de este fin de semana promete. Intentaré resumir la cuestión en forma de titulares de prensa. Agentes del FBI detienen al ex presidente de la bolsa de valores tecnológicos Nasdaq y reputado inversor, Bernard L. Madoff, que en la actualidad dirige la firma financiera Bernard L. Madoff Investment Securities acusado de una estafa piramidal que podría haber causado pérdidas a sus clientes de 50.000 millones de dólares, extremo que de ser cierto constituiría uno de los mayores fraudes de la historia. Los denunciantes han sido supuestamente sus propios hijos. Increíble, pero cierto.
Me refiero no tanto a los detalles más o menos jugosos de la historia –soy de las que no gustan de este tipo de intrigas familiares- sino al hecho de que tras la llamada un tanto ampulosamento y un mucho cínicamente ‘ingeniería financiera’ se escondan productos tan poco sofisticados como un esquema Ponzi, sistema de fraude piramidal, que viene a ser algo así como el correlato económico del timo de la estampita. Está visto que es imposible sustraerse al cinismo.
No entra dentro de los objetivos de este cuaderno de bitácora enjuiciar, valorar o comentar los escándalos financieros last minute. Sin embargo, sí que creo conveniente explicar a mis alumnos qué es el Nasdaq, su importancia y, por consiguiente, la relevancia que tiene la noticia más allá de las inverosímiles cifras.
NASDAQ nuevamente es un acrónimo, por eso hablaba en otra entada de su hiperinflación en el vocabulario económico-financiero, de National Association of Securities Dealer Automated Quotation. Las propias siglas remiten a una explicación anterior, a saber, el concepto de ‘dealer’. El dealer es básicamente un intermediario financiero que puede actuar por cuenta propia y ajena. Puede invertir en títulos, asegurar la suscripción de emisiones y tramitar créditos para la compra-venta de valores y activos. También existen otros intermediarios financieros que son los brokers. La diferencia entre ambas figuras reside en el hecho de que los primeros pueden actuar por cuenta propia y ajena y los segundos únicamente por cuenta ajena. Convendría desterrar la idea, cuyo origen probablemente haya que buscar en las películas y series norteamericanas, de que los dealers trabajan en el edificio de la bolsa. De hecho normalmente llevan a cabo su actividad profesional en las empresas propias o ajenas que actúan de mediadoras entre los compradores y los vendedores de cualquier bien además de la bolsa.
El NASDAQ es una bolsa de valores electrónica y automatizada cuya oficina principal está en Nueva York. El NASDAQ Stock Market fue fundado en la década de los setenta. NASDAQ nace paradójicamente (a juzgar por lo que hoy hemos conocido de su ex-dirigente) por la petición del Congreso de los Estados Unidos a la comisión que regula la bolsa (Securities and Exchange Commission) de que realizara un estudio sobre la seguridad de los mercados. La elaboración de este informe detectó que los mercados no regulados eran poco transparentes, condición que, si se recuerda, era imprescindible para que un mercado fuera considerado de competencia perfecta. El SEC propuso su automatización y de ahí surgió el NASDAQ Stock Market, cuya primera sesión fue el 8 de febrero de 1971.
El Nasdaq, además, es un índice bursátil. Nuevamente nos perdemos en la selva de los conceptos. Para seguir mi discurso, simplemente informaré de que básicamente constituyen indicadores que sirven para medir la evolución temporal de los valores cotizados en los mercados. Su agregación en un solo dato permite comparar de forma fácil e intuitiva la situación de cada mercado. Por ejemplo, el Nasdaq ha bajado 100 puntos. Es el índice más representativo del mercado tecnológico. Tiene base 100 el 5 de febrero de 1971 y utiliza una media aritmética ponderada por capitalización bursátil. Hay una familia de índices Nasdaq para todos los valores con cotización en este mercado. También hay un índice selectivo de 100 valores, NASDAQ 100, que es el más utilizado. Hay además ínidces sectoriales (industrial, financiero, seguros, telecomunicaciones y transportes).
Intuyo que esta historia no ha acabado: ni la de Madoff ni la mía. Aunque en la suya entreveo episodios más jugosos. Una vez más, sólo queda añadir el nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera en el de Nueva York. Quién lo iba a decir.
Las noticias económicas en ocasiones comparten argumento con o, incluso, se alquilan como musas, con caché de bienes libres, a los más famosos culebrones. Géneros difusos, tomando la expresión prestada a Clifford Geertz. El de este fin de semana promete. Intentaré resumir la cuestión en forma de titulares de prensa. Agentes del FBI detienen al ex presidente de la bolsa de valores tecnológicos Nasdaq y reputado inversor, Bernard L. Madoff, que en la actualidad dirige la firma financiera Bernard L. Madoff Investment Securities acusado de una estafa piramidal que podría haber causado pérdidas a sus clientes de 50.000 millones de dólares, extremo que de ser cierto constituiría uno de los mayores fraudes de la historia. Los denunciantes han sido supuestamente sus propios hijos. Increíble, pero cierto.
Me refiero no tanto a los detalles más o menos jugosos de la historia –soy de las que no gustan de este tipo de intrigas familiares- sino al hecho de que tras la llamada un tanto ampulosamento y un mucho cínicamente ‘ingeniería financiera’ se escondan productos tan poco sofisticados como un esquema Ponzi, sistema de fraude piramidal, que viene a ser algo así como el correlato económico del timo de la estampita. Está visto que es imposible sustraerse al cinismo.
No entra dentro de los objetivos de este cuaderno de bitácora enjuiciar, valorar o comentar los escándalos financieros last minute. Sin embargo, sí que creo conveniente explicar a mis alumnos qué es el Nasdaq, su importancia y, por consiguiente, la relevancia que tiene la noticia más allá de las inverosímiles cifras.
NASDAQ nuevamente es un acrónimo, por eso hablaba en otra entada de su hiperinflación en el vocabulario económico-financiero, de National Association of Securities Dealer Automated Quotation. Las propias siglas remiten a una explicación anterior, a saber, el concepto de ‘dealer’. El dealer es básicamente un intermediario financiero que puede actuar por cuenta propia y ajena. Puede invertir en títulos, asegurar la suscripción de emisiones y tramitar créditos para la compra-venta de valores y activos. También existen otros intermediarios financieros que son los brokers. La diferencia entre ambas figuras reside en el hecho de que los primeros pueden actuar por cuenta propia y ajena y los segundos únicamente por cuenta ajena. Convendría desterrar la idea, cuyo origen probablemente haya que buscar en las películas y series norteamericanas, de que los dealers trabajan en el edificio de la bolsa. De hecho normalmente llevan a cabo su actividad profesional en las empresas propias o ajenas que actúan de mediadoras entre los compradores y los vendedores de cualquier bien además de la bolsa.
El NASDAQ es una bolsa de valores electrónica y automatizada cuya oficina principal está en Nueva York. El NASDAQ Stock Market fue fundado en la década de los setenta. NASDAQ nace paradójicamente (a juzgar por lo que hoy hemos conocido de su ex-dirigente) por la petición del Congreso de los Estados Unidos a la comisión que regula la bolsa (Securities and Exchange Commission) de que realizara un estudio sobre la seguridad de los mercados. La elaboración de este informe detectó que los mercados no regulados eran poco transparentes, condición que, si se recuerda, era imprescindible para que un mercado fuera considerado de competencia perfecta. El SEC propuso su automatización y de ahí surgió el NASDAQ Stock Market, cuya primera sesión fue el 8 de febrero de 1971.
El Nasdaq, además, es un índice bursátil. Nuevamente nos perdemos en la selva de los conceptos. Para seguir mi discurso, simplemente informaré de que básicamente constituyen indicadores que sirven para medir la evolución temporal de los valores cotizados en los mercados. Su agregación en un solo dato permite comparar de forma fácil e intuitiva la situación de cada mercado. Por ejemplo, el Nasdaq ha bajado 100 puntos. Es el índice más representativo del mercado tecnológico. Tiene base 100 el 5 de febrero de 1971 y utiliza una media aritmética ponderada por capitalización bursátil. Hay una familia de índices Nasdaq para todos los valores con cotización en este mercado. También hay un índice selectivo de 100 valores, NASDAQ 100, que es el más utilizado. Hay además ínidces sectoriales (industrial, financiero, seguros, telecomunicaciones y transportes).
Intuyo que esta historia no ha acabado: ni la de Madoff ni la mía. Aunque en la suya entreveo episodios más jugosos. Una vez más, sólo queda añadir el nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera en el de Nueva York. Quién lo iba a decir.
sábado, 13 de diciembre de 2008
Ser o no ser
"El largo plazo es una referencia engañosa para los asuntos del presente. A largo plazo, todos muertos. Los economistas se plantearían una tarea demasiado fácil, y demasiado inútil, si en el tiempo de tempestades lo único que son capaces de decir es que cuando pase el temporal, el océano volverá a la calma" (J. M. Keynes Breve tratado sobre la reforma monetaria)
Una de las expresiones más utilizadas por el ser humano en general y por el economista en particular es la de “se veía venir”. Los análisis o las predicciones a posteriori (contraditio in terminis, lo admito) pueblan las páginas de los diarios económicos y de las tribunas de opinión oficiales. Ante lo cual, la voz del sentido común se hace preguntas del tipo: si todo el mundo sabía qué estaba pasando, ¿por qué nadie hizo nada para evitar la que se venía encima? Todos somos profetas del pasado.
Otra forma de predecir, fía sus vaticinios tan a largo plazo que los convierte en irrelevantes. Es la impresión que me queda tras leer la entrevista que en Le Monde realizan a I. Wallerstein, investigador del departamento de Sociología de la Universidad de Yale y que fue presidente de la asociación internacional de Sociología. En ella, afirma que “el capitalismo toca a su fin” y que “en diez años, se verá con más claridad, en 30 o 40 años emergerá un nuevo sistema. Creo que es tan factible que se instaure un sistema de explotación todavía más salvaje que el capitalismo, como que, por el contrario, se ponga en marcha un modelo más igualitario y retributivo”. No quiero hacer trampa y entresacar una frase descontextualizada con intereses tan espúreos como defender mis propias tesis. Por eso, si quieren leer la entrevista pinchen aquí. En cualquier caso, convendrán conmigo en que ese tipo de afirmaciones no concretan demasiado qué cabe esperar. En realidad, a lo que estoy apuntando es a la clarificación del horizonte temporal en el que las previsiones económicas tienen validez. En un entorno cambiante, -‘turbulento’ es el adjetivo que se utilizaba en los libros que hube de estudiar-, ¿es posible hacer predicciones? La cuestión supera, -de hecho, me supera-, los objetivos de este cuaderno de bitácora. Pero eso no le resta un ápice de interés.
No quiero hablar ni de los unos, los que ya sabían, ni de los otros, los que sabrán. Me interesan las personalidades que han actuado y que han aportado soluciones factibles a los problemas: de hecho la verdadera inteligencia, como el movimiento, se demuestra andando. Sé que no todo el mundo compartirá esta idea. A lo largo de la historia se han dividido las opiniones en torno a los contemplativos y a los activos. Entre la teoría y la praxis. Pero, como en muchas otras disyuntivas, no es cuestión de elección. La práctica es el verdadero tribunal en el que se defienden las teorías.
Hoy quiero hablar de Keynes. Me apasionan esas personalidades que consiguen que el mundo se articule en dos grupos: los seguidores y los críticos. Los keynesianos y los no keynesianos. Nosotros y ellos. Y no porque crea en estas falsas dicotomías, sino porque en última instancia, hablan mucho de aquellos que las generaron.
Es un lugar común hacer mención al hecho de que John M. Keynes perteneció al grupo de Bloomsbury. Insigne círculo al que pertenecieron nombres como Virginia Woolf, E. M. Forster, B. Russell y, ocasionalmente, L. Wittgenstein y que es el nombre del barrio londinense en el que habitaban la mayor parte de ellos. La vanguardia inglesa.
Resulta difícil plasmar en tan reducido espacio el pensamiento económico de Keynes. Pero, a riesgo de caer en la excesiva simplificación, afirmaré que su principal aportación estribó en proporcionar una justificación teórica para la intervención del sector público en la actividad económica. Y dicha justificación provenía de la inestabilidad macroeconómica: el sector público habría de influir en la economía a modo de elemento estabilizador. De hecho, entre las funciones de este agente económico, mis alumnos han estudiado la estabilizadora.
En opinión de Keynes, ha de encontrarse el origen de las crisis económicas en la insuficiencia de la demanda agregada de bienes y servicios que, a la postre, explica el fenómeno del desempleo. Por eso, en situaciones de crisis y desempleo se hace particularmente necesaria la intervención del sector público con políticas expansivas que estimulen la demanda agregada.
¿En qué consisten estas políticas expansivas? Básicamente en políticas monetarias que reduzcan los tipos de interés, pero, sobre todo, en políticas fiscales expansivas que aumenten el gasto público y reduzcan los impuestos. En cualquier caso, recomiendo pinchar en el siguiente enlace (bajar hasta multimedia y elegir "las recetas keynesianas"). Sencillo y clarificador.
Tras Keynes, la teoría económica no pudo seguir siendo la misma. Ser o no ser keynesiano. ¿Cuestión de elección?
Una de las expresiones más utilizadas por el ser humano en general y por el economista en particular es la de “se veía venir”. Los análisis o las predicciones a posteriori (contraditio in terminis, lo admito) pueblan las páginas de los diarios económicos y de las tribunas de opinión oficiales. Ante lo cual, la voz del sentido común se hace preguntas del tipo: si todo el mundo sabía qué estaba pasando, ¿por qué nadie hizo nada para evitar la que se venía encima? Todos somos profetas del pasado.
Otra forma de predecir, fía sus vaticinios tan a largo plazo que los convierte en irrelevantes. Es la impresión que me queda tras leer la entrevista que en Le Monde realizan a I. Wallerstein, investigador del departamento de Sociología de la Universidad de Yale y que fue presidente de la asociación internacional de Sociología. En ella, afirma que “el capitalismo toca a su fin” y que “en diez años, se verá con más claridad, en 30 o 40 años emergerá un nuevo sistema. Creo que es tan factible que se instaure un sistema de explotación todavía más salvaje que el capitalismo, como que, por el contrario, se ponga en marcha un modelo más igualitario y retributivo”. No quiero hacer trampa y entresacar una frase descontextualizada con intereses tan espúreos como defender mis propias tesis. Por eso, si quieren leer la entrevista pinchen aquí. En cualquier caso, convendrán conmigo en que ese tipo de afirmaciones no concretan demasiado qué cabe esperar. En realidad, a lo que estoy apuntando es a la clarificación del horizonte temporal en el que las previsiones económicas tienen validez. En un entorno cambiante, -‘turbulento’ es el adjetivo que se utilizaba en los libros que hube de estudiar-, ¿es posible hacer predicciones? La cuestión supera, -de hecho, me supera-, los objetivos de este cuaderno de bitácora. Pero eso no le resta un ápice de interés.
No quiero hablar ni de los unos, los que ya sabían, ni de los otros, los que sabrán. Me interesan las personalidades que han actuado y que han aportado soluciones factibles a los problemas: de hecho la verdadera inteligencia, como el movimiento, se demuestra andando. Sé que no todo el mundo compartirá esta idea. A lo largo de la historia se han dividido las opiniones en torno a los contemplativos y a los activos. Entre la teoría y la praxis. Pero, como en muchas otras disyuntivas, no es cuestión de elección. La práctica es el verdadero tribunal en el que se defienden las teorías.
Hoy quiero hablar de Keynes. Me apasionan esas personalidades que consiguen que el mundo se articule en dos grupos: los seguidores y los críticos. Los keynesianos y los no keynesianos. Nosotros y ellos. Y no porque crea en estas falsas dicotomías, sino porque en última instancia, hablan mucho de aquellos que las generaron.
Es un lugar común hacer mención al hecho de que John M. Keynes perteneció al grupo de Bloomsbury. Insigne círculo al que pertenecieron nombres como Virginia Woolf, E. M. Forster, B. Russell y, ocasionalmente, L. Wittgenstein y que es el nombre del barrio londinense en el que habitaban la mayor parte de ellos. La vanguardia inglesa.
Resulta difícil plasmar en tan reducido espacio el pensamiento económico de Keynes. Pero, a riesgo de caer en la excesiva simplificación, afirmaré que su principal aportación estribó en proporcionar una justificación teórica para la intervención del sector público en la actividad económica. Y dicha justificación provenía de la inestabilidad macroeconómica: el sector público habría de influir en la economía a modo de elemento estabilizador. De hecho, entre las funciones de este agente económico, mis alumnos han estudiado la estabilizadora.
En opinión de Keynes, ha de encontrarse el origen de las crisis económicas en la insuficiencia de la demanda agregada de bienes y servicios que, a la postre, explica el fenómeno del desempleo. Por eso, en situaciones de crisis y desempleo se hace particularmente necesaria la intervención del sector público con políticas expansivas que estimulen la demanda agregada.
¿En qué consisten estas políticas expansivas? Básicamente en políticas monetarias que reduzcan los tipos de interés, pero, sobre todo, en políticas fiscales expansivas que aumenten el gasto público y reduzcan los impuestos. En cualquier caso, recomiendo pinchar en el siguiente enlace (bajar hasta multimedia y elegir "las recetas keynesianas"). Sencillo y clarificador.
Tras Keynes, la teoría económica no pudo seguir siendo la misma. Ser o no ser keynesiano. ¿Cuestión de elección?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)