"Tristo è quel discepolo che non avanza il suo maestro". (Leonardo da Vinci, Codice Forster III)
El otro día en una de las entradas hacía alusión a un personaje que siempre me ha cautivado, Leonardo da Vinci. Últimamente ha sido objeto de reverencia general gracias a una obra discutida y discutible desde muchos puntos de vista, y que no pasa de ser un relato apto para un largo viaje en avión o en tren. No recomendable para otros medios de transporte. Begoña dixit. Me estoy refiriendo a El Código da Vinci. El peor libro que he leído en mucho tiempo, excepción hecha de Los pilares de la tierra, que, confieso, no acabé. Pero no voy a hablar en este momento de mis gustos literarios que, indudablemente, discurren por otros derroteros no necesariamente semejantes a los de mis lectores. Ni falta que les hace.
Tampoco es mi intención hablar de Da Vinci, sino de uno de sus maestros y colaboradores, Luca Pacioli (1445-1517). Su figura me atrae doblemente: por un lado, no puedo evitar cierta simpatía por aquellos que han tenido la suerte o la desgracia de compartir época con un genio. Al lado de éste, los posibles talentos de aquellos se difuminan hasta convertirse en siemples habilidades. En Amadeus, de Milos Forman, Salieri aparece retratado como un envidioso patológico que no duda en interponerse en el camino de Mozart, el genio. Para espíritus más sutiles, recomiendo la lectura de El Malogrado, de Thomas Bernhard, en el que el genio es el gran Glenn Gould, conocido por su magistral interpretación de las Variaciones Goldberg de Bach. Dudo mucho que Pacioli sufriera por la grandeza de su discípulo. La teoría romántica del genio no había entrado aún en escena. Pero, ésa es otra historia.
Por otro lado, Pacioli ejerce en mí la atracción propia de aquellos que inventan métodos o artilugios que, a pesar de su aparente sencillez, no son en modo alguno evidentes. Al serme explicado el método de la partida doble inmediatamente me dio por preguntarme qué clase de persona habría podido idear un sistema semejante o cuando menos, sistematizarlo, organizarlo, dotarlo de esas reglas que desesperan al estudiante que se inicia en la contabilidad. Esa persona resultó ser Pacioli; si bien el mérito no es completamente atribuible a su persona.
Hay un artículo (en italiano, se siente) de Carlo Antinori publicado en la Revista Española de Historia de la Contabilidad que resulta extremadamente clarificador. En él se explica cómo Pacioli en realidad fue el auténtico compilador de una serie de prácticas contables que venían siendo utilizadas en muchas partes de Italia durante los siglos XIII y XIV fundamentalmente. El verdadero valor del trabajo de Pacioli no reside en la originalidad de sus planteamientos, sino en la capacidad de haberlos sabido encuadrar en una suerte de corpus teórico abierto a otras ramas del conocimiento. Asimismo, Antinori aporta una serie de datos curiosos. Al inicio del 1200 en Italia, el conocimiento de aritmética se reducía a mínimos y casi toda la población apenas si se manejaba con las llamadas cuatro reglas. Una de las razones que explican este atraso es que todavía se seguía utilizando el sistema de numeración romano (que todos padecimos de niños y que, como se podrá suponer no resulta muy adecuado para operar con logaritmos neperianos, pongamos por caso). En esta situación resultaba difícilmente imaginable la posibilidad de llevar a cabo operaciones tan básicas como la multiplicación o la división.
Por otro lado, el material que se utilizaba para escribir estaba fabricado con pieles de animales que habían sido preparadas para el efecto en otros países. De tal forma que su uso era, además de caro, complicado en cuanto a su accesibilidad, dado que el número de animales era forzosamente limitado. Sin embargo, la necesidad aguza el ingenio y los intercambios comerciales con el norte de África y Oriente Medio obligan a idear métodos, si bien rudimentarios, de contabilidad.
En el año 1202, Leonardo de Pisa (Fibonacci) terminó su Liber Abaci en el que puso en conocimiento del mundo occidental la numeración indo-arábica basada en cifras, incluido el cero. De la misma forma, enseñó a resolver las cuatro operaciones y otros cálculos más complejos como él mismo había aprendido en uno de sus viajes a través de unos maestros locales. La difusión de este libro fue lenta (hay que recordar que la imprenta no había sido inventada). Sin embargo, el nacimiento de la contabilidad no es un hecho determinante en la aparición de la contabilidad. De hecho, es posible sumar y restar con la numeración romana y las bases matemáticas de esta disciplina no van mucho más allá de estas dos operaciones.
El otro acontecimiento importante fue la aparición del papel, lo que permitió llevar a cabo la contabilidad a un menor precio.
En el siglo XIV, sin embargo, se llevó la contabilidad a travé de métodos rudimentarios e incluso instrumentados con algo parecido al método de partida doble. La evolución se completó en el siglo XIV con la introducción del Libro Diario y el método de la partida doble finalmente aplicado con el uso de dos libros fundamentales: el Diario y el Mayor.
Luca Pacioli se encontraba en las mejores condiciones para aprender las reglas en las que se basaba el Método de Partida doble y las aprovechará para escribir el Tractatus XI y la Summa de Arithmética. Fue, por tanto, su primer divulgador.
Piacioli fue un digno hijo de su tiempo. Los hombres del Renacimiento se interesan por todos los logros humanos en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Los sienten como propios. Nada de lo humano les es ajeno. La búsqueda de la belleza, la perfección, el talento y la innovación, y de las reglas y cánones que los hacen posibles, lo invade todo. La filosofía, la ética, la estética y, sobretodo, la matemática se convierten en verdaderos objetos de culto para los renacentistas. Las obras de literatura, de poesía, de pensamiento, de pintura, de escultura, de arquitectura y de arte en general se multiplican dentro de un movimiento que se expande por toda Europa.
Desde esta perspectiva no es extraña su dedicación al estudio de la proporción áurea o como él mismo la designaba, la Proporción Divina. En su libro De Divina Proportione, ilustrado con grabados de Leonardo da Vinci, su avezado alumno, propone cinco razones por las que hay considerar al número áureo como divino. Para él, sin duda, el libro de la naturaleza estaba escrito en caracteres matemáticos. Habría de ser Galileo quien lo confirmase.
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