lunes, 15 de marzo de 2010

Amélie

“Hizo algo mucho peor. ¿Acaso estaba de un humor más sádico que el habitual en él? ¿O fue el hecho de que su víctima era una mujer, y además, una mujer muy hermosa? No fue en su despacho donde le echó la bronca del siglo: fue allí mismo, ante los cuarenta miembros del departamento de contabilidad.
Resulta difícil imaginar un castigo más humillante para cualquier ser humano, y más para cualquier nipón, y más todavía para la orgullosa y sublime señorita Mori, que aquel despido público. Estaba claro que la intención del monstruo era deshonrarla.” Amélie Nothomb. Estupor y temblores.


Milito en el partido ganador: el de los practicantes, confesos y convencidos, del autoengaño. Cada vez que viajo a un país cuya lengua un día creí ingenuamente poder aprender, me regalo un libro con la vana esperanza de recuperar el tiempo perdido. Ya saben, más Proust y menos prozac. La mayoría de las veces, mi adquisición pasa a formar parte del universo de los tomos intonsos –por otro lado, absolutamente superpoblado-, pero la sensación de que en cualquier momento puedo abrirlo y retomar lo que nunca en realidad tomé tiene algo de edulcorado e infantil autoengaño de posesión de tiempo infinito. Mi penúltima adquisición fue un librito que las circunstancias hicieron que devorara con fruición.


Su autora, Amélie Nothomb, es una prolífica escritora japonesa por accidente y belga por esencia, que ostenta la increíble marca de publicar desde 1992 una novela cada año. Reconozco que una especie de repeluzno ante tal incontinencia textual me había mantenido alejada de su obra, pero la pasión del autoengaño fue más fuerte que yo y, en una pequeña librería de Rouen, acabé comprando Stupeur et treblements. Mil kilómetros de viaje de regreso a Pamplona hicieron el resto. La novela, sin demasiadas pretensiones, relata la traumática experiencia laboral de la autora en una gran empresa japonesa. Nothomb, de una manera casi cómica, realiza una espléndida crónica de la humillación: sus jefes, para quienes se inventó el término ‘déspota’, la humillan, la degradan, la someten a mil y un escarnios que ella soporta de forma estúpidamente estoica (en mi opinión). Sin embargo, y tras el velo humorístico de la narración, se agazapa la amarga tesis de que las relaciones laborales en las organizaciones contemporáneas abocan inexorablemente a la deshumanización, o, en términos marxistas, a la alienación. ¿Es esta conclusión general una inferencia errónea de un caso particular?

Hoy he recordado esta lectura cuando, preparando mi clase de 2º de Bachillerato, he dado a parar con una anécdota con la que William Ouchy comienza su famosa teoría Z (nacida al albur de la X e Y de MacGregor), en la que un director estadounidense relata cómo transcurrió una huelga en una fábrica en Japón:

“Nos avisaron como seis semanas antes. En el día de la huelga una barrera de piquetes con pancartas nos forzaron a cerrar durante esa jornada. Pero cuando miré por mi ventana a las cinco en punto de la tarde, no sólo no quedaban ni pancartas ni panfletos, sino que los propios trabajadores estaban recogiendo las tazas de café y las colillas de los cigarros, dejando el suelo inmaculado. Al día siguiente, recuperaron la producción perdida, sin necesidad de horas extras. No entendí el significado de esta actitud, así que llamé a un operario que conozco para que me lo explicase. “Teníamos algunas desavenencias con la dirección. La única manera de que ustedes se dieran cuenta de nuestra seriedad era movilizarlos y salir a la calle. Pero esta empresa también es nuestra y no queremos dar la impresión de que le somos desleales”.

¿Qué tienen en común ambas experiencias además de la obviedad de que sus protagonistas pertenecen a esa desvaído grupo que se ha dado en llamar ‘los occidentales’? A la luz de las modernas teorías de la empresa, ambos están haciendo alusión a la “cultura empresarial japonesa”. El trabajador japonés responde de una forma rayana en la obsesión a la filosofía del Ichiban (o ser número uno): la propia carrera profesional, el propio yo (hipertrofiado entre los occidentales) se pueden llegar a sacrificar en aras de la empresa a la que se presta servicio. Como señala Petra Mateos “cuando un trabajador se incorpora a una organización, se considera que va a prestar sus servicios en ella de por vida; en los primeros años pasará por todos los departamentos y sólo con el paso del tiempo, no por méritos, podrá ascender. La empresa cuidará su formación, su calidad de vida, sus relaciones sociales y será el centro de la vida del trabajador japonés”.

La occidental que habita en mí entiende el título elegido por Nothomb para su relato. Pecadillos eurocentristas que para su perdón exigen la penitencia de un viaje a Japón. Seguro.

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