miércoles, 10 de febrero de 2010

Mil años de oración

"Hacen falta trescientos años de oración para cruzar un río con alguién en una barca. Hacen falta mil años de oración para compartir una almohada con alguien" (Proverbio chino).





Vuelvo tras el parón impuesto por los exámenes propios y ajenos. Tras la resaca de la propuesta de reforma de las pensiones, la caída de la bolsa española, los datos del incremento del desempleo y el desayuno de oración más concurrido del planeta. Y no puedo menos que acordarme de la fantástica película de Wayne Wang y preguntarme cuántos años de oración hacen falta para acabar con el ayuno involuntario que padecen millones de seres humanos.





Estoy abordando con mis alumnos de 1º de Bachillerato el espinoso tema (al menos, para ellos) de las matemáticas financieras. Pronto hablaremos de los préstamos. Y justamente, ése es el tema de hoy: la deuda externa. Las economías de muchos países, sobre todo de los denominados Países en Vías de Desarrollo, han de realizar un gran esfuerzo para afrontar los gastos que supone el fuerte endeudamiento contraído con las entidades bancarias, instituciones internacionales y gobiernos de las naciones más desarrolladas. El problema básicamente reside en que la elevada cuantía de los compromisos adquiridos les impide utilizar esos fondos en dotar a sus ciudadanos de unos prestaciones mínimas, cuando no directamente impedir que mueran de hambre.





Para comprender de forma sencilla cuáles son las partes implicadas en este problema recomiendo pinchar aquí. Grosso modo, la cuestión se originó cuando tras las dos crisis del petróleo de los años 70, muchos países se vieron obligados a endeudarse en los mercados internacionales. Parece evidente que cuando alguien se endeuda lo hace porque sus ingresos son inferiores a sus gastos. Esta situación puede obedecer a causas coyunturales, pasajeras o a razones de índole estructural. En este segundo caso, si persiste la situación deficitaria, la deuda lejos de disminuir se incrementará generando un peculiar círculo vicioso: la única manera de devolver lo prestado, pedir otro préstamo, agrava el problema. Y lo hace porque los intereses consiguientemente se incrementarán.





Ante una situación como la descrita, caben tres posibilidades: la primera de ellas consiste en que el deudor se aleje de la situación deficitaria y comience a generar más ingresos que gastos. La segunda, pasa por penalizar al deudor y embargarle los bienes para, de esa forma, satisfacer la deuda. Y la tercera, denominada condonación, requiere que los prestamistas reconozcan y asuman que el pago deviene imposible y perdonen lo debido.





Evidentemente, al fresco le faltan matices y datos; es obvio que esta historia debe ganar en precisión. Vayamos del lado de los deudores: en demasiadas ocasiones, han utilizado el dinero de los préstamos para perpetuar el déficit exterior y público sin molestarse en acometer unas reformas estructurales mínimas o destinándolo a inversiones improductivas (monumentos a mayor gloria del dictador de turno, obras faraónicas, material bélico, enriquecimiento personal). Pero el haber de los acreedores tampoco se presenta inmaculado: en su deseo de obtener beneficios, en ocasiones no se han preocupado por conocer cuál era el destino final del montante prestado. En otras ocasiones, los prestamos han sido interesados: se han concedido bajo la promesa de que los fondos fueran utilizados para adquirir bienes de la propia nación prestataria o para contratrar a sus empresas. En definitiva, una nueva versión del colonialismo del siglo XIX. Nihil novum sub solis.

Por otro lado, en el curso de los últimos años la realidad económica ha derivado hacia una división de la producción mundial. Los países en vías de desarrollo venden materias primas, productos agrícolas y bienes intensivos en mano de obra. Los primeros se sitúan muy próximos a las características de la competencia perfecta, con el consiguiente mínimo margen de actuación sobre los precios, que se han mantenido más o menos estables. Sin embargo, los bienes producidos por los países desarrollados, fundamentalmente bienes intensivos en tecnología, han experimentado un ascenso espectacular. La conclusión es obvia: la tasa de intercambio entre ambos bienes, técnicamente la relación marginal de sustitución, juega en contra de los más débiles.

Por otro lado, los bienes que requieren gran cantidad de mano de obra son producidos por multinacionales de los países más ricos que trasladan su producción a los más pobres con el fin de ahorrar costes: la famosa deslocalización. No obstante, los beneficios no revierten en una mejora de las infraestructuras de los países en vías de desarrollo, sino que retorna a su origen: los países desarrollados.

Hasta aquí el status quaestionis. Queda pendiente un esbozo de las posibles soluciones al problema que diferentes foros e instituciones han sugerido en los últimos tiempos. Pero eso será otro día. París bien vale una misa o mil años de oración. Adieu.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenas tardes, Begoña:

Tras haber leido este comentario sobre los prestamos, me preguntaba si podrias aclararme un poco mas que es exactamente la condonacion; es decir, ¿ se podria decir que el deudor se declara insolvente?
en ese caso, muchos deudores podrian hacer eso mismo,¿no?

Gracias,
Alberto Gabari.

Begoña dijo...

Buenas tardes, Alberto:
La condonación de la deuda ha de provenir del acreedor. No se trata de que el deudor se declare insolvente; es el acreedor el que, ante diferentes consideraciones en torno a la situación financiera, política o incluso personal del acreedor, decide perdonarle el monto de la deuda. El deudor se puede negar a pagar la deuda por diferentes motivos. Uno que me parece especialmente interesante tiene que ver con un concepto que abordaré en otra entrada, el de la "Deuda odiosa". Este concepto fue acuñado en los años 30 del siglo pasado cuando Cuba se negó a reconocer la deuda contraída con España alegando que había sido contraída en contra de los intereses de la propia nación.
Espero haber aclarado tu duda.
Un saludo:
Begoña